Capítulo 9.
Era un muchacho delgado, pálido y de amplia sonrisa, al que todos le llamaban, a modo de burla, el debilucho. No tenía nada especial, al contrario: vivía en una pequeña y humilde casa cuyo techo agujereado dejaba entrar varias gotas de agua en tiempos lluviosos y cuyas tablas pedían ser remplazadas; usaba siempre, aunque limpia, la misma ropa, salía temprano a trabajar y regresaba bien entrada la noche, nunca compraba cosas innecesarias y amaba a los animales.
Varias veces fui testigo de cómo murmuraban y lo miraban con reproche al verlo pasar, así como de su extraña reacción: sonreía y los saludaba con cortesía. Ahora comprendo el porqué de su actitud.
En ocasiones lo vi defender a pequeños que eran agredidos, sin importarle recibir algún que otro puñetazo, ayudaba a los ancianos del pueblo con sus pesadas cargas, alimentaba a los perros callejeros, donaba buena parte de su salario a la caridad, se disfrazaba de payaso para visitar a los niños enfermos a los hospitales y llevarles esperanza y alegría, sembraba plantas en el parque si veía que algún irresponsable las arrancaba. Los domingos, solo ese día, se lo reservaba para sí mismo por completo.
Una vez le pregunté por qué actuaba así, si muchas de esas personas lo criticaban y menospreciaban cuando daba la vuelta y me respondió que no le importaba, porque creía en la bondad humana y deseaba que los demás también lo hicieran, que no le costaba pasar un poco de tiempo ayudando a los necesitados, que prefería causar sonrisas a, como otros, causar sufrimiento; que amaba la naturaleza porque es la que nos provee de lo que necesitamos para vivir y muy pocos le agradecen sus beneficios, que dejaba sus cargas a un lado para tomar la de los desvalidos porque se ha puesto en su lugar y sabe lo que es estar solo; que a pesar de que le lancen miradas fulminantes no sentirá odio o guardará rencor, ya que el corazón y el alma no merecen contaminarse por albergar malos sentimientos, que ser humano es anteponer a los demás, aunque los demás no te antepongan a ti, que solo se vive una vez y no hay tiempo para amarguras o tristezas.
Ahí fue cuando comprendí todo, por eso, cada vez que alguien lo criticaba frente a mí le respondía que no es tonto el que riega amor, sino el que, recibiéndolo, se niega a aceptarlo por estar lleno de rencor y envidia.