Carlos se paseaba de un extremo a otro de la habitación con paso presuroso. Él sabía que había tomado todas las medidas posibles para garantizar su propia protección. Sin embargo, la preocupación se resistía a abandonar su mente atormentada.
Esos días, había tomado medidas, algunas simples, otras absurdas y otras drásticas. Había hecho todo a su alcance y no era poco, debido a la posición que ocupaba en la sociedad. A pesar de esto, aún tenía miedo, sentía que no estaba completamente a salvo de todo peligro.
El rey Carlos de Coplen, era un hombre astuto y valiente. Había triunfado en todas las batallas y guerras en las que había combatido. Había estado al borde de la muerte en muchas ocasiones, incluso la había visto muy cerca con sus propios diminutos ojos marrones. Pero esto era distinto. ¡Muy distinto!
En aquellas batallas, él no sabía que iba a ser asesinado. Sabía que había probabilidades de morir, pero eso no era algo garantizado, ni escrito en las estrellas.
El hombre, con su larga barba enmarañada a causa de la falta de sueño, se dejó caer sobre su trono. Miró la sala vacía de una punta a la otra y logró ver en la mesa de madera, que aparentaba ser una especie de escritorio, un mapa con todas las tácticas de guerra que había estado planeando, debido a los recientes ataques de los pueblos vecinos, antes de lo ocurrido aquella noche de verano.
Al mirar la mesa que estaba a su lado, notó la pila de platos sucios y sin comer que él había ido acumulando en el transcurso de los días. Los restos de comida de los primeros platos, los de abajo, se estaban comenzando a pudrir.
El rey, una vez sonriente y audaz, se encontraba hambriento y somnoliento, con notables ojeras bajo sus entrecerrados ojos. A pesar de esto, se negaba a cuidarse. No comía, se pasaba el día pensando en otras formas de evitar la profecía y tampoco dormía, por miedo a no ver el sol a la mañana siguiente.
Últimamente, ni siquiera se atrevía a salir de su sala del trono, no daba órdenes, no reclamaba los impuestos y el pueblo era un completo caos.
Todos los habitantes del pueblo estaban preocupados por la salud de su monarca. Sin embargo, el más afectado por esto era, como no, su propio hijo.
La madre de Felipe, la reina Francisca, había fallecido dando a luz al joven. Él solo tenía a su padre desde aquel momento, y temía perderlo también si no actuaba de inmediato.
El joven corrió hacia la sala del trono donde unos guardias le cortaron el paso. Evidentemente su padre no quería que nadie entrara allí, en esos momentos, a Felipe no le importaba, solo quería al menos comprobar si su padre comía, bebía, dormía o, incluso, si aún vivía, puesto que no lo había visto desde hacía ya al menos dos semanas.
Apartó a los guardias de su camino y abrió estruendosamente las puertas de par en par. Carlos pareció sobresaltarse ante tan abrupto movimiento, y quien ya casi había podido finalmente conciliar el sueño, se hallaba completamente despierto y atento a los movimientos de su hijo, a quien tanto amaba y no había visto desde hacía ya un largo tiempo.
—¡Padre, deja de esconderte tras las puertas de este gran palacio y ocúpate de tu reino, de tu hijo, al menos! —vociferó el príncipe tratando de sonar convincente.
Su padre lo miró con ternura, aunque pronto su semblante se transformó en enojo y molestia.
—Vete de aquí hijo y no regreses a esta habitación, pues no comprendes las razones de tu padre para esconderse hasta el fin de los tiempos— dijo él molesto y con una voz potente que resonó en todo el salón.
Felipe no quería retirarse, se rehusaba a hacerlo sin recibir una explicación, una respuesta por parte del monarca.
—Entonces explícame y lo entenderé. Padre, los pueblerinos sufren, no hay control fuera de estas murallas de piedra que rodean el palacio. Hay sequías e invasiones y tú, no ayudas en nada desde aquí dentro. La gente, o al menos yo, queremos saber que pasa— dijo el joven con total sinceridad.
Carlos hizo silencio y su hijo lo imitó. Allí se generó el silencio más profundo e incómodo jamás presenciado antes por ninguno de los dos presentes.
El rey, que se había parado para regañar a su hijo anteriormente, regresó con lentitud a su trono y se sentó. Luego, le hizo un ademán a su hijo para que se aproximara.
Ordenó a dos de sus sirvientes que le trajeran una silla y luego le indicó a su hijo que se sentara en ella, pues la historia sería larga.
Fue en ese momento cuando por fin relató y dio a conocer la historia que lo atormentaba día y noche, la historia sobre cómo se había enterado de la profecía que arruinaría su vida por completo.
—Todo comenzó hace dos semanas exactas…
Editado: 23.09.2018