—Son sesenta pesos —dice un empleado que atiende la farmacia.
—Aquí tiene —dice una mujer de la tercera edad, pagando con un billete de cincuenta y una moneda de diez; al tomar el medicamento, se despide amablemente—. Gracias, hasta luego.
—Hasta luego —se despide el hombre, sentándose en el banco alto y regresando su atención a una computadora personal; al lado, está la ventanilla de servicio. En ese lugar, el empleado está oculto de la vista de los clientes.
Es un día tranquilo y casi no hay movimiento en la calle… un perfecto momento de paz que hay que aprovechar.
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—Qué bueno que trabajamos en un establecimiento tan pequeño —comenta el yo-interior mientras sube las escaleras de caracol cuadradas, entre el piso 3 y 4 del edificio de quince pisos—. Son pocas obligaciones, aparte de sencillas
—No olvides la ventaja de tener una computadora disponible para nosotros —dice Abihu, quien camina junto con el líder del grupo.
—Bien. Ya llegamos.
El yo-interior abre la puerta del salón de juntas ubicada en el 4 piso; ocupando el amplio medio piso sobrante, se encuentran los cuartos del resto de los integrantes faltantes del equipo. También hay dos baños y una cocina.
Al entrar, descubren a tres… dos integrantes acomodados en dos sillas plegables junto a la mesa desmontable que siempre está ahí.
El jovencito Ricardito leyendo una historieta de superhéroes.
El comandante limpiando a fondo uno de sus revólveres Glock.
Por último, Fiorello Evangelos acostado boca abajo a lo largo de la mesa, completamente dormido. Uno de los brazos está extendido hacia adelante, sosteniendo una botella de tequila vacía. Rodeando el cuerpo de la anti-conciencia, está un mar de basura: restos de frituras, vasos desechables con un poco de refresco o llenas de nada, y las mismas bolsas vacías de las papas Sabritas o los Ruffles. Incluso, el cuerpo de Fiorello está cubierto por una ligera capa de los mismos desperdicios.
Al frente de la memoria y el niño interior, hay dos tazones grandes de plástico, con algunos sobrevivientes del reciente “banquete” de comida chatarra.
—Hola jefe —saluda el jovencito Ricardito, quien ahora tiene quince años.
—Hola. ¿En dónde se encuentra Friedrich? —inquiere el yo-interior, después de saludar rápidamente a su compañero.
—Se encuentra paseando con uno de sus hijos y nietos. Acabo de marcarle a su celular y dice que ya viene en camino —responde el comandante, sin distraerse de su labor.
—Bien; ¿y Ariadna?
—Está en su cuarto; apenas se acaba de meter —responde el niño interior, volteando con el líder.
—Háblale y dile que pronto comenzará una nueva junta.
Obedeciendo, el niño interior se levanta y dirige a la puerta indicada.
—Por lo mientras hay que recoger este desastre. Abihu, quita la basura de la mesa —dice el jefe, ayudándole a recoger los vasos tirados.
—Será un placer —dice el hombre mientras se frota las manos.
La conciencia se acerca a una de las ventanas y la abre completamente; luego, sujeta a su compañero Fiorello por las ropas y con las dos manos, arrojándolo ligeramente hacía afuera. Cierra tranquilamente la ventana y segundos más tarde se escucha algo romperse en mil pedazos.
—Listo jefe —dice Abihu.
El yo-interior se queda callado, mirando seriamente al éphimit.
—Abihu. Me refería a la basura de vasos, migajas y bolsas vacías; no a la basura dormida.
—¡Ouh! —exclama Edznah con un poco de incomodidad; luego dice en voz alta—. En seguida. —Se mueve aprisa y limpia la mesa.
Poco después llega el niño interior, volviendo a sentarse.
—Ya le avisé. Dice que solo termina de peinarse —menciona él.
—Por lo mientras ayúdale a limpiar a Abihu —le ordena el jefe.
Por unos momentos Ricardito reniega, pero al final es obligado por el yo-interior.
—¿Alguien sabe que había abajo? ¿Qué se destrozó? —pregunta el líder mientras recoge más vasos sucios.
—Uhmmnn, me parece que era el armario de Ariadna —contesta Francisco Goitia, alias el comandante.
—¿Y qué demonios hace el armario de Ariadna afuera del edificio?
—Me pidió que lo pintara; está redecorando su alcoba.
—Aunque sea lo hiciste después de lavar el baño. Está semana te tocaba a ti.
Enrique detiene sus labores, volteando algo confundido hacia el yo-interior.
—¿En serio me tocaba a mí? Se me olvidó completamente —responde la memoria.
—Mejor ya acaba con esa arma; la junta ya tiene que empezar.
Un poco apresurado, Goitia vuelve a rearmar su pistola Glock.
En medio de la limpieza alguien toca a la puerta; Abihu es quien abre, dándole la bienvenida al doctor Friedrich. El hombre trae cargando varias bolsas de papel, acompañado de una niña de diez años. Ella saluda a los demás presentes con un apretón de mano y besos en la mejilla; al acercarse con el comandante, le da un fuerte abrazo; luego, abuelo y nieta se dirigen a un cuarto, saliendo y entrando en pocos segundos. Friedrich se despide de su hijo y nuera; ambos esperando en la puerta, aguardando por su hijita. Cuando los familiares se van, el hombre sabio se acerca a la mesa y a su lugar, al lado de su mejor amigo militar. Falta muy poco para que la mesa esté completamente limpia.