Suena estrepitosamente la alarma de mi móvil. Genial, primer día de clases. El punto final de las vacaciones, el día en el que el colegio huele a libros nuevos, que conocemos a los nuevos profesores y casi todos están... ¿contentos? Bueno, al menos antes de entrar —cuando los pequeños grupos se reúnen repletos de chismes acumulados luego de estar por meses sin verse—. Si soy sincera tenía ganas de empezar, aunque una parte en mí gritaba a los cuatro vientos que no, que este día no llegase. O, al menos, que se suspendiera por unas semanas más por algún motivo.
No me malinterpreten pero, siendo sincera, hasta los profesores más exigentes reniegan antes de comenzar la primera jornada.
«¿Necesariamente tengo que despertarme ahora? ¿Y si pongo la alarma para que suene quince minutos después de lo previsto? Es una idea sabrosa» pienso, aun sabiendo que no hay nada para hacer más que alistarme.
Corro las mantas de mi cama a regañadientes y salgo de ella para luego estirarla sin demasiado detalle ni precisión. Entonces, con los ojos entrecerrados por el sueño y un bostezo recurrente, me dirijo hacia el baño antes de que alguien más en la familia decida no posponer el despertador del móvil y acapararlo.
Mi reflejo me devuelve una mirada cansada, de esas que dicen «he estado durmiendo sobre rocas», o aún mejor: «no he podido pegar un ojo durante toda la noche». Arrugo mi nariz frente a mi estado somnoliento y suspiro sabiendo que hoy comenzará un largo año. Tomo el cepillo de dientes luego de enjuagarme la cara y empiezo con el aseo matutino. Lo bueno de despertarse antes que los demás, es tener el baño para mí sola por unos minutos.
Intento formar una sonrisa segura mientras cepillo mi cabello dorado oscuro y salvaje, mas solamente consigo bostezar otra vez. Mis ojos de color miel lagrimean un poco por ese motivo y los seco con la yema de mi dedo índice; éstos quedan más brillosos por la humedad de las lágrimas y veo en ellos una señal de ilusión. Esa ilusión que todos tenemos el primer día de clases, de que haya algo nuevo, que sea un año especial. Como un niño con un juguete que no conoce y que se lo acaban de regalar. Me pregunto cómo será este ciclo escolar, qué contarán mis amigas, qué habrá de novedad... Una especie de vértigo invade mi interior. Tal vez sea emoción y expectativa, o terror... quién sabe.
«Será un buen año», me digo, sin embargo. «Una nueva etapa, un nuevo comienzo... ¡Faltará un año más para la graduación!».
Esa última idea, el terminar el colegio, me causa una emoción extraña. Estoy feliz porque será algo completamente diferente y extraordinario comenzar la universidad, aunque también esté repleta de obligaciones mayores, y ya no veré tanto a mis amigas... ¿Mi plan? Mejor disfrutar este año, y el próximo. Si es que me permiten hacerlo...
«No tiene que ser tan malo, tal vez ya no te molestan, Emma».
Al volver a mi cuarto, tomo mis jeans azules y una remera que lleva el título de mi novela preferida, ésta la uso solamente en los momentos importantes, como una cábala de buena suerte. La mochila con los útiles, los cuadernos y todo lo necesario para empezar las clases me espera lista en mi escritorio, diciéndome «es inevitable que suceda esto». Me termino de alistar rápidamente, y paso el peine por mi cabello ondulado un poco apresurada, sabiendo que éste no tiene mucho remedio. Ni planchándolo se puede mantener liso.
Tomo mi celular para guardármelo en el bolsillo de mi liviana campera, pero antes reviso la hora. Son las 6:19 a. m. Mi hermano debería haber despertado ya... Escucho el despertador sonando en el cuarto de mis padres, en cualquier momento la casa se llenará de personas medio dormidas preparándose para el nuevo día.
Sin pensar mucho más, camino por el corto pasillo hasta llegar a la puerta del cuarto de Mati. Enciendo la luz, iluminando todo el desastre que tiene en el suelo: juguetes, videojuegos desparramados por doquier. Podría jurar que incluso tiene pequeños papeles de caramelos y medias sucias. Sonrío ante el desorden de mi hermanito, recordando el lío que éramos los dos juntos cuando dormíamos en la misma habitación. Casi no podíamos caminar. Mi cuarto es más pequeño que el suyo, y no puedo decir que está correctamente ordenado porque, en ese caso, estaría mintiendo. Está... bien. Mientras mamá no abra el mueble de mi ropa, al menos, lo estará.
Me aproximo hacia él con cuidado para no pisar —y romper— nada, y le doy unos empujones suaves en la espalda. Él hace unos días que se está levantando temprano, porque los chicos de primario comienzan, en general, una semana antes.
―Mati, es hora de levantarse, tienes escuela, va a venir el bus a buscarte ―le digo a mi hermano susurrando. Él sólo se gira, refunfuña y sigue durmiendo. Lo empujo un poco más y éste mueve el brazo, como si espantase a un insecto.