Últimamente no me han dado ganas de escribir. Hasta hoy no había salido nada, y además, hoy bajé a la playa en la mañana pero por mi cuenta. Me di unas vueltas por los sectores, me mojé los pies y leí un rato bajo una palmera.
Me siento infiel a mis principios cuando no escribo, como si me estuviera mintiendo a mi misma al decir que no tengo ganas de hacerlo, pero no es así. El problema es que he olvidado como usar las palabras, y aún no sé como aprender a hacerlo nuevamente.
Qué inútil. Basta de rodeos.
Las cosas están empezando a caer en su lugar nuevamente, o así parece de momento. Es una frase que pensé que jamás repetiría, mucho menos tan rápido. Ahora, al llegar a mi casa cada noche con el cabello lleno de arena y con el olor de la costa impregnado a mi ropa, enciendo mi computador y pongo la misma música que pongo cada noche, solo que ahora escucho la letra con detención, tratando de entender la historia detrás de la melodía que he escuchado tantas veces.
Puse Use Your Ilussion II de Guns N'Roses y traté de limpiar mi mente antes de caer por completo sobre la cama. Además, estaba vestida completamente de negro. Había sacado las primeras prendas que encontré en el cajón de mi armario: una camiseta negra sin mangas y calzas cortas del mismo color. Me tumbé en el suelo, que para mi sorpresa, no estaba del todo frío, y deje el celular sobre mi pecho. Cerré los ojos, y analicé cada verso de los cinco minutos que duraba la canción que sonaba en aquel momento.
La letra era dura de escuchar. Se notaba que le costaba prevalecer en el tiempo, como si se le estuviera escapando todo de las manos. Algo había herido al vocalista y nos lo contaba explícitamente en una canción larga, pero directa. Es un genio. Axl Rose siempre ha sido mi mayor fuente de inspiración para todo, además de ser mi amor platónico junto a Kurt Cobain. Ambos cantantes, sus canciones y sus letras, eran mi todo.
Cuando terminó, abrí los ojos y me levanté rápidamente. Tuve que afirmarme de una silla, porque siempre me mareo al pararme. Inspiré hondo y salí al balcón del segundo piso. El cielo aún estaba claro y se atenuaba suavemente a medida que se acercaba al horizonte. Podía ver mi reflejo en la ventana de la casa de al lado; alto y ancho, con una cascada negra cayendo sobre mis hombros, que parecía estar unida a mi ropa, formando un extraño juego de sombras sobre mi cuerpo. La única pizca de color se formaba sobre mis labios, que irradiaban un tierno brillo rosáceo a la luz del ocaso y mi piel, que era algo oscura, pero igualmente radiante.
Me pregunto donde habrá quedado la inspiración que antes me era tan fácil de alcanzar. No me ha costado nada perderla. Era propensa a caer en un coma en cualquier segundo y no tenía miedo. Estoy escupiendo palabras en una hoja de papel sin saber si hacen sentido, si se entiende lo que estoy sintiendo... Voy a tratar de explicarme una vez más.
Le he escrito cartas a una misma persona durante casi un año. A Everett, para ser exactos. De un día para otro, todas las cartas perdieron su razón de ser. Me recuerdan tantas veces que debo darme cuenta de lo que esas cartas me han hecho, de que él no se merecía mi atención, mucho menos mi cariño...y que ahora lo perdió para siempre. Me hace feliz poder decirle que por fin he dejado de envolverme en ese manto de humo tóxico.
Imaginaba su rostro anguloso en mi mente mientras iba escribiendo cada una de las palabras que me llegaban a la cabeza cual avión en picada. Pero ya no dolía, ni siquiera poco. Los malos ratos se habían terminado y al fin iba a poder vivir tranquila cien por cien, o bueno, quizás un 80%. La solución de un problema no quita los otros.
Decidí que escribiría un cuento. No sabía muy bien como, pero tenía la disposición, y eso era todo lo que necesitaba. Eso e inspiración, pero siempre aquello no era un problema. Siempre estoy inspirada.
Puse mi computador sobre el escritorio, saque la sábana más abrigada de la cama, me envolví en ella y por primera vez, dejé que el silencio reinara en mi habitación, mientras escribía la siguiente historia al final de mi diario.
Sobre un cuervo
Una bella mujer vivía sola en una enorme casa en la ciudad de Ámsterdam. Al pasear por las calles se convertía en una ladrona de miradas, ya que sus grandes ojos redondos portaban un brillo peculiar, haciéndolos únicos, a pesar de que el color oscuro en ellos fuera común. Era fácil para un hombre perderse en las curvas y bultos que envolvían su cuerpo, como también en su rostro de porcelana y sus labios color cereza.
Como todos, ella tenía un secreto. Todas las noches subía una caja de cigarrillos a su terraza, en el que también tenía un viejo tocadiscos y un sucio cenicero. Solía sentarse en una silla de madera cubierta con una manta para escudar el frío nocturno, sacar siempre el mismo disco de vinilo de una caja de mimbre que descansaba junto a una pequeña mesa de vidrio y contemplar la luna hasta la llegada del alba.
Lo que ella no sabía era que a un pequeño cuervo también le gustaba observar las estrellas en aquel precioso balcón. Descansaba acurrucado en la sombra de la mujer, y miraba al cielo con desvelo. Hace mucho tiempo no conciliaban el sueño y pensaban que no lo necesitaban. Se hacían daño mutuamente sin siquiera conocerse, sin siquiera percatarse de la presencia del otro.