El llanto se fue apagando. Sin embargo, dejó la tristeza.
—Hablaremos con el Capitán—aseguró Gaby—. Le explicaremos todo y quizá, bueno, logremos que te ayude.
—¿Cómo se supone que voy a confiar en un hombre que quiere prostituirme? ¿No crees que terminará aprovechándose de la situación?
—Primero que nada: el Capitán quizá sea un poco duro y malhablado pero no es un violador.
—De todas formas, me parece peligroso. ¿No lo crees?
Nella pensó en sus armas y en la manera atrevida que tuvo de arrinconarla.
—Es perturbador—admitió—. La verdad es que no me sentiría cómoda trabajando para él.
Gaby se echó hacia atrás sin dejar de ver el rostro de Antonella, quien se empeñaba en recomponerse. Con la nariz y ojos enrojecidos producto de su reciente crisis emocional movía las manos con nerviosismo.
***
Gaby no había obtenido un título universitario. Pero había desarrollado la capacidad de reconocer el deseo. Y a pesar de que Antonella insistía en pensar en una solución honesta para su problema de dinero, se sirvió otro trago y se lo tomó dejando el vaso sobre la mesa con un sonido seco, su mente no podía evitar evocar el recuerdo del rubor de Nella regándosele por el rostro cuando el Capitán la arrinconó. Ella acababa de salir de la maleza en aquel momento, cuando la vio aceptarle la cerveza. Aquel gesto amistoso la hizo detenerse y valorar la escena. ¿Nella y el Capitán? ¿El Capitán y Nella? La visión le pareció de otra dimensión. Por supuesto, notó el asombro y el miedo ante lo desconocido. Pero también notó algo más visceral: la forma en que el cuerpo de Nella respondía a la presencia masculina, como poco invitadora.
¿Se daba cuenta de las señales que emanaba al lado de ese hombre? Gaby lo dudaba, sinceramente. Pero se la veía tan vulnerable y confundida que decidió dejarla estar.
***
Gabriela tomó las manos de Nella para que las mantuviera quietas.
—Tranquila, todo saldrá bien. Ahora descansa un poco; has hecho un largo viaje y la has pasado fatal. Mañana amanecerá y veremos.
Nella intentó una sonrisa, pero no le salió. Estaba tan agotada que apenas podía mantenerse en pie. Sin embargo su mente activa no dejaba de repetirle que invertir lo poco que tenía en su aventura en Casablanca fue un desatino. Un error que la ponía de nuevo entre la espada y la pared. Gaby le cedió su cama ocupando una colchoneta vieja que tiró en el piso sin cuidado alguno. Vio a Nella levantarse para cambiar las sábanas por unas limpias y estirarlas hasta dejarlas impecables y puso los ojos en blanco.
Manías...
Cuando Nella se recostó y cerró los ojos, su jaqueca apareció, atormentándola como bien sabía hacerlo, y cuando finalmente logró dormirse, en la madrugada, sus sueños la arrastraron hacia lugares funestos y oscuros. Donde todo era tan incierto como la realidad.
Recibió de lleno los rayos solares sobre su piel tostada, el ala de su sombrero y su camisa arremangada. Eran capas de sol, tierra y sudor acumuladas en su epidermis. De pequeño su tez habría sido clara pero con el paso del tiempo adquirió la apariencia del cuero y la dureza del acero. Sus ojos claros le conferían un aspecto peligroso al empequeñecerse convirtiendo su mirada en oro puro y fuego.
Pocos tenían el privilegio de conocer su nombre de pila, ya que en pocos confiaba. Y es que demasiado pronto supo que la selva era un sitio peligroso, perdiendo junto a todo lo que le importaba cualquier sentido religioso del bien y del mal. Pero con los golpes de la vida desarrolló un sentido bastante personal del concepto.
—Informes—exigió el Capitán, su bota mugrienta halló lugar sobre un montículo de tierra excavada.
—Los morochos llevan cincuenta onzas de oro—comenzó a explicar el Cojo. Y a recitar uno a uno a los trabajadores y sus descubrimientos del día.
El Cojo tenía un aspecto un poco siniestro, posiblemente por su manera de arrastrar el pie. Recibió su apodo cuando siendo un jovenzuelo y en estado de ebriedad se dejó pisar un pie por un auto. Fue tanto el daño que nunca caminó igual. Sin embargo, su sentido de la vista y su suspicacia le consiguieron trabajo con el Capitán, convirtiéndose a los ojos de los mineros en el que le contaba todo al patrón.
—El Manco encontró once onzas y el Enano sigue sin encontrar nada—finalizó.
Un brillo dorado resplandeció en los ojos del Capitán.
— Sigue sin encontrar una pizca... Jú...—lanzó un escupitajo al piso—Revisa su casucha. Quiero que no te dejes ni un hueco por revisar. Dios quiera que no me esté viendo la cara ese hijo de puta... pero si es así, sabes qué hacer.
Asintió conociendo las implicaciones de la frase. Luego esbozó una sonrisita pícara y señaló con la cabeza hacia un punto detrás de él.
—Por cierto, lo andan buscando unas lindas damiselas.
Ladeó la cabeza y vio en la entrada de su mina a Gabriela y a la muchacha de piel pecosa que se atrevió a rechazarlo.
El deseo le azotó como un latigazo. Al igual que el cabreo. Con qué descaro se atrevía aquella mujer a presentarse en su mina. Más le valía desaparecer antes que la bestia que había en él se despertara y exigiera indemnización.
No era un samaritano, de esos que perdonaban los agravios, por muy pequeños que estos fueran. Todos lo sabían. Y se comportaban en consecuencia.
—No son damiselas, hombre, ¡no tengo tiempo para perder con putas!
Una sonrisa arrogante curvó sus labios al notar a las susodichas, especialmente la de piel cremosa, que lo miraron con furia. La misma que él saboreaba desde hacía unas horas y que llevaba su firma. Pero la venganza, dulce y satisfactoria, se había apresurado en llegar. Descendió al enorme hoyo llenando sus botas de lodo y se olvidó del asunto. La muchacha de piel cremosa podía irse al infierno. Se concentró en su negocio. Lodazal, sudor y con suerte... brillo.
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Editado: 21.01.2022