Observó la cabaña.
La mayoría de las construcciones en aquel pueblucho eran tan penosas como el pueblo mismo. Apenas tres tablas y una lámina de zinc. Si acaso vio alguna construcción mediocre en su recorrido que no pareciera a punto de desplomarse se habría sentido sorprendida. Pero aquella cabaña que la miraba con sus grandes ventanales y su pórtico de madera hablaba de las comodidades que el dinero podía comprar.
Y estaba en medio de la selva.
—Sí, es el dueño del pueblo después de todo.
En parte se sentía derrotada al asumirlo. Pero todo quedaba en un segundo plano al pensar en Yayita. Buscar los medios para el costoso tratamiento a su enfermedad la había llevado allí, a las puertas de un hombre violento, sin educación, un hombre codicioso que pensaba que era una prostituta.
Tocó la puerta con insistencia, como si golpeando con fuerza adquiriría más valor; cuando una mujer de mediana edad, con el cabello negro enmarañado en una especie de moño y el delantal hecho un asco, le abrió la puerta.
—¿Qué?
—Buenas noches—dijo muy educada—. El Capitán me está esperando—mintió.
No perdió detalle de como la mirada de la mujer la recorrió de arriba a abajo y la ceja arqueada que la acompañó. Mantuvo su barbilla en alto. Esta vez iba vestida con vaqueros y una chaqueta cerrada hasta el cuello, ni una pizca de piel fuera de la ropa.
Nadie la confundiría con una prostituta.
—Ah... pues no me dijo nada. Mire mija, el Capitán todavía no ha llegado y quién sabe a qué hora se digne a aparecer.
—He llegado un poco antes a nuestra cita. No tengo problemas en esperarlo.
—¿Está segura que la citó aquí? No suele traer a sus... visitas femeninas.
—Eso habla de lo importante que soy—añadió Nella con una sonrisa dulce que no cambió en nada la expresión de bulldog de la mujer que le bloqueaba la entrada—. No queremos que se moleste. Ya sabe cómo se pone si no se hace las cosas como quiere. Y cuando sepa que me fui sin hablar con él, se va armar una buena... ¿Algo se está incendiando?
—Oh demonios, ¡dejé la sartén sobre la estufa! —sacudiendo el trapo que llevaba en la mano comenzó a correr dentro de la casa—Yo con tantas cosas que hacer y al Capitán se le da por tener invitadas ¡Santo Cristo!
Cuando regresó de la cocina encontró a Antonella sentada cómodamente en el sofá. Su postura erguida y la forma en que tenía las manos delicadamente sobre su regazo la hacían ver como la dueña y señora de la casa.
—Oíga, yo no le dije que podía entrar.
—¿Será que me puede ofrecer alguna bebida caliente? Hace frío fuera. Con limón preferiblemente.
La mujer apoyó su peso en un pie y se cruzó de brazos.
—¿No quiere un masaje la señorita?
—No gracias.
Contestó con tanta naturalidad que la hizo bufar. Antonella estaba absorta mirando los muebles de madera y cuero, las paredes decoradas con escopetas y artesanía indígena. No había visto nada parecido en su vida. Cuando sus ojos se encontraron con los de la mujer, Antonella sonrió con dulzura.
—Por cierto, gracias por recibirme. Es usted muy amable.
—Si el Capitán quiere echar un polvo en casa, quien soy yo para contrariarlo. Venga, espérelo en su despacho. No quiero que esté revoloteando y desordenándo todo. Solo faltaría que además de mis labores tuviera que andar tras de usted. En la cocina me espera un montón de trabajo y es para ayer. Y no toque nada ¿eh? Bebida caliente... limón... menuda gilipollez.
La llevó a la oficina y Antonella no solo se sorprendió por el desorden reinante. Sobre el escritorio reposaban montones de papel, balanzas, calculadoras desperdigadas... lo que más le llamó la atención fue la montaña de fajos de billetes y lingotes de oro.
—Vaya...
Atraída como un imán a una montaña de clavos, se acercó. Habría sido tan fácil tomar un pequeño lingote y resolver su situación. Uno diminuto, que entrara en el bolsillo de su vaquero, ¿cuánto valdría?
El sonido de la puerta al cerrarse la sobresaltó. Retiró el dedo que acariciaba el lingote sintiéndose como un niño al que pillan en una travesura.
—Buenas noches, Capitán—carraspeó.
El hombre la miró desde que entró hasta ubicarse cerca de su escritorio dejando caer su cinto ruidosamente sobre el mismo.
Vaya que va armado, pensó Nella sobresaltándose y saber que la había encontrado tocando su oro, de pronto no se sintió tan valiente.
—Tú... —la señaló— ¿Qué carajos haces aquí?
Nella sabía que no habría un comité de bienvenida por parte del Capitán pero aun así se sentía nerviosa, se humedeció los labios y se obligó a hablar.
—Primero déjeme presentarme. Me llamo Antonella.
El hombre no se movió, a pesar de tener la mano extendida ante él. Vale, no se la pondría fácil, tampoco lo creyó. Antonella bajó la mano y continuó de forma amistosa.
—Soy amiga de Gabriela y he llegado hace poco. Sé que no nos conocemos y comprendo que mi vestimenta y el lugar donde me encontraba lo haya llevado a... confundirse. Dejando claro el punto de que no soy prostituta ni me interesa serlo. Me gustaría conversar con usted. Gabriela me ha informado que es el dueño de una mina y tiene varios trabajadores a su cargo. Quizá haya algún trabajo que pueda desempeñar. Uno que no involucre quitarme la ropa.
—¿Qué te hace pensar que meteré en mi mina a una enclenque como tú? Já, no aguantarías ni un puto día. Oyéme bien, ni uno. Y no me confundo. Conozco a la gente. Sé que todos tienen un precio—plantó su mano sobre la torre de lingotes y la miró con suficiencia—. Solo hace falta saber el tuyo.
La afirmación la puso nerviosa. Parecía que sabía de lo que hablaba. Estaba muy cerca de la desesperación ¿qué estaría dispuesta a hacer por Yayita?
Cuidado, ella es del tipo que trae problemas, se amonestó el Capitán con una mueca.
—¡Lárgate! No me hagas perder el tiempo con tus tonterías.
—No.
—He dicho que te vayas y te irás, maldita sea.
—No, no lo haré.
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Editado: 21.01.2022