La noche cayó y Polinea se vio obligada a tomar una decisión, le habló de aquel extraño sueño a Aurelia quien no lo entendía. Las dos niñas eran muy tranquilas y no lloraban, se mantenían comiendo o durmiendo y eso Polinea lo agradeció internamente.
Decidió los nombres de aquellas niñas, a la primera en nacer la llamó Charis y a la pequeña Sigrún, tomó asiento sobre la cama y escribió una carta para Aleander, en esta le expresó todo lo que jamás le había dicho y le narró lo sucedido en los últimos meses desde que la habían separado de aquel hombre, decidió no mencionar nada de su embarazo .
Le entregó la carta a Aurelia quien la guardó con sumo cuidado en la bolsa de su chaqueta para entregársela a Aleander y al llegar la noche tomó la terrible decisión a la que no deseaba llegar.
Aurelia tomó en brazos a Charis y la llevó al carrito de lavandería donde la introdujo suavemente, lista para sacarla del reino, salió por la puerta para nunca jamás regresar. Sigrún se quedó en brazos de su madre quien estaba dispuesta a entregarla al rey al amanecer.
Al parecer las pequeñas sintieron la separación ya que Sigrún comenzó a chillar, era un llanto en toda regla ya que gritaba y lloraba fuertemente. Polinea no sabía como detener aquel llanto, con la única que se calmaba era con Aurelia y de repente la puerta se abrió dejando ver a Narciso acompañado de un guardia real.
Los ojos de aquel tirano se abrieron con sorpresa y pasaron de Polinea a la pequeña que tenía en brazos, avanzó y la arrebató de los brazos de su madre. La admiró y notó el gran parecido de aquella pequeña con él.
La niña estiró sus bracitos y abrió sus ojos de golpe.
—¿Qué es eso? —preguntó Narciso medio asombrado, medio enojado. Se la tendió a Polinea con asco y le regaló una mirada de incertidumbre.
Polinea no entendía lo que había sucedido así que revisó a su pequeña y lo comprendió todo, la niña no había abierto sus ojitos hasta ese momento y Polinea se sorprendió, era algo irreal, se podía decir que podría pasar por una alucinación pero no era así ya que la pequeña parpadeo y aquello no cambió ni se borró.
Los ojos de su hija eran rojos.
—¿Cómo es posible esto? —volvió a preguntar Narciso señalando a la pequeña.
—No... No lo sé.
—Da igual, esa niña debe morir.
—¡No! —pidió Polinea—¡Ten piedad, Narciso!
—Es una bastarda, no debe estar viva. Y yo no soy un hombre que tenga piedad por nadie, además ¿me puedes explicar como es posible que ella esté aquí si me dijiste que nacería en tres meses?
—La verdad es que nació ayer—se sinceró Polinea ocultando la existencia de su otra hija.
—¿Cómo? —la cólera de Narciso era palpable, otra vez lo había tomado por tonto y aquello al rey no le agradaba absolutamente nada.
Mientras esto sucedía en los aposentos de Polinea, en otra parte del reino Aurelia llevaba a aquella pequeña en un carrito, lo conducía con rapidez por los pasillos fríos que llevaban a los pozos en los que se lavaba la ropa. Al llegar tomó a la niña envuelta en dos mantas y se escabulló hacia la enorme reja que daba con el bosque, cerró los ojos con fuerza y el candado oxidado cayó con un sonido sordo sobre el pavimento, empujó los portones con una mano y huyó hacia el bosque.
Polinea fue llevada la sala real frente a los consejeros y el rey con la pequeña en brazos. Todas las personas habían visto a aquella pequeña y se habían sorprendido al mirar aquellos ojos tan rojos, unos decían que era una maldición ganándose una mala mirada de parte del rey y otros sólo se resignaban a guardar su opinión para sí mismos.
—¿Qué piensas hacer con la niña? —le preguntó uno de los consejeros a Narciso.
—Matarla, es lo que indica la ley—Polinea negó con su cabeza y lloró ruidosamente.
—Señor es tan solo una bebé...
—Sí, una bebé que debe morir—soltó aquel tirano mirando a Polinea fijamente.
De repente la idea anterior volvió a asaltar la mente de aquella mujer y lo pensó, lo pensó muy bien notando que aquello funcionaría, tenía que funcionar.
—¿Puedo hablar con usted a solas? —le preguntó Polinea al rey, este se lo pensó mucho tiempo pero al final aceptó, los consejeros abandonaron el lugar pero los guardias tan sólo se alejaron dejando a Polinea frente a aquel hombre.
—Le tengo una propuesta—susurró ella mirándolo a los ojos. Él asintió y Polinea prosiguió.
—Yo me caso con usted si deja que mi niña sobreviva, le prometo olvidarme de todo... Y de todos—añadió refiriéndose a Aleander— y nadie tendría que saber sobre la existencia de ella
—¿Cómo piensas lograr eso?
—Las montañas glaciares... —soltó ella mirando hacia la pared.
—¿Sabes que quizás, si la envío, ahí va a morir?
Esa posibilidad estaba latente en la mente de Polinea, hace mucho que el reino olvidó la existencia de los bastardos en aquellas tierras, dejaron de enviarles comida y los guardias que vigilaban aquel lugar no regresaron, al parecer todos habían muerto por la fuerte ventisca y por el hambre.
—Quizás allá no haya nadie... —soltó Narciso—ella morirá de hambre... —señaló a la bebé.
—Lo sé, y lo pensé bien pero también cabe la posibilidad de que haya alguien y la encuentren... Y la salven...
Sabía que jugaba con fuego pero si cabía la posibilidad de que aquella niña sobreviviera en vez de morir frente a su madre en un castillo, Polinea abogaria por la primera solución.
—¿Qué me dice? Le prometo hacer todo lo que usted desee y también le prometo ser su esposa... —todo para salvar a aquella pequeña. Fruto de su vientre.
—Bien —soltó Narciso mirando a la pequeña con repudio—que así sea.
La niña fue enviada a aquellas montañas en un carruaje guiado por un guardia, le dijeron que llevaba una nota y comida para saber si aún había pobladores, la pequeña iba en un canasto, cubierto por una manta fina de color rojo.
Polinea le había colgado al cuello un collar con un dije que contenía el nombre de aquella niña para que supieran como deberían llamarla y fue abandonada a su suerte en la entrada de las montañas repletas de nieve.