De lunes a viernes estaba ocupada con el liceo; a veces, también tenía clases los sábados por lo que el fin de semana para descansar se reducía a simplemente: domingo.
Pero los días que estaba lindo, me gustaba salir a caminar por el campo. Seguía las huellas dejadas por las vacas del tambo, y me iba siempre al mismo lugar. Allá a lo lejos había un monte de eucaliptos, donde junto a él se encontraban dos cosas muy lindas. Una era un molino de viento que sacaba agua de un pozo, e iba llenando una pileta chica y otro más grande, que si mal no recuerdo, le decían pileta australiana. Allí era usada esa agua, para que los animales pudieran tomar agua.
También había dentro de ese tanque, plantas acuáticas que le daban un toque mágico al lugar. Al mirar atentamente, se podían ver unos peces pequeños de colores oscuros. Me gustaba tocar el agua con mis manos, pero ellos se alejaban inmediatamente.
En los árboles, había varios nidos de loras, que estaban muy altos. Yo siempre me detenía a mirarlos, con la esperanza de que allí afuera algún pichón de loro y justo cayera adonde estaba . ¡Qué ilusa!, pero bueno, la ilusión es lo último que se pierde.
El lugar era muy tranquilo, había un silencio especial; esos lugares donde podés ir, estar horas y no te enterás de lo que sucede en el resto del mundo. Allí se podía ver el resto de los campos que había alrededor y disfrutar de los distintos colores que ofrecían las plantaciones allí realizadas.
Cerca, había también un tajamar que era bastante viejo, Ya casi no tenía agua, pero un lugar también para apreciar y valorar. En una época pasada, había sido muy importante, seguramente la única fuente de agua de esos animales.
Cuando veía que las vacas comenzaban a volver lentamente por el camino que yo había ido, significaba que mis padres estaban terminando de ordeñar. Por lo tanto, ya se debía regresar a casa a disfrutar de unos ricos mates en familia.