No lo iba a hacer.
Hasta antes de entrar en la taberna ya me había decidido a no jugar con esos embusteros. Ya lo había probado y nunca me fue para nada bien. Estaría haciendo falta a la verdad si dijera que los enanos, al igual que los duendes y gnomos, eran en su mayoría honestos, pero resultan ser casi la misma alimaña con diferentes nombres.
Nunca he tenido una experiencia agradable con ellos.
—Entonces, ¿te vas ya? Tengo más clientes en la fila.
—Yo aquí no veo a nadie esperando. Vamos, Dickens, hagamos un trato. Sabes que las cartas no son mi juego favorito y, por lo tanto, no estoy dispuesto a jugar contigo, ¡ni con nadie, vaya! —continué, sentado a la barra con mis codos apoyados sobre ella—. No estoy dispuesto a apostar el poquísimo dinero que me queda, que ni me alcanza para un pedazo de pan.
Silencio incómodo adornado por el sonido de las jarras siendo acomodadas tras la barra era el ambiente habitual del sitio cada vez que iba, ¡pero es que no podía parar de insistir! Me urgía cerrar un trato.
—Entonces, ya que estás pobre —continuó con la mirada baja, buscando algo bajo la barra—, ¿por qué no pruebas a jugar? A lo mejor consigues triplicar lo que tienes.
—No, porque lo voy a perder todo. Vine aquí por negocios, no para volver a caer en mi vieja adicción.
—Oh, Hernán. Una vez se es ludópata no se puede evitar la tentación —Me levanté del banquillo—. Ese poco dinero que tienes en los bolsillos no te sirve así. Apuesta y gana, solo así conseguirás algo más de dinero, porque nadie estaría dispuesto a darte trabajo después de oír todos los rumores que arrastra el viento sobre ti —Tiró un paquete de naipes con entusiasmo frente a mí—. Entonces, ¿hacemos negocios?
Me senté nuevamente, derrotado por la tentación y saqué mi dinero, como solía ser mi costumbre la cual intenté inútilmente dejar atrás.
Editado: 16.12.2020