Maraton 1/3
Me recosté sobre el montículo de nieve, tan blando, y dejé que aquel polvo seco se amoldara alrededor del peso de mi cuerpo. Se me había enfriado la piel para igualar la temperatura del aire que me rodeaba, y por debajo de ella sentía las minúsculas partículas de hielo como un manto de terciopelo.
En lo alto, el cielo estaba despejado, reluciente con unas estrellas que brillaban azuladas en algunos lugares y amarillentas en otros, luceros que creaban majestuosas formas en espiral contra el negro telón de fondo del vacío del universo: una imagen sobrecogedora. De una belleza exquisita. O, más bien, debería haber sido exquisita. Lo habría sido, de haber podido verla realmente.
No estaba mejorando. Seis días habían pasado ya, seis días que llevaba escondido aquí, en estos parajes inhóspitos de Gwangcheon, pero no estaba más cerca de sentirme liberado de lo que había estado en cualquier otro instante desde la primera vez en que capté su olor.
Al clavar la mirada en aquel cielo tachonado, era como si hubiese un obstáculo entre su belleza y mis ojos. Aquel obstáculo era un rostro, una cara humana simple y anodina, pero no me veía ni mucho menos capaz de quitármela de la cabeza. Oí los pensamientos que se acercaban antes de percibir las pisadas que venían con ellos. El sonido del movimiento era poco más que un débil susurro sobre la nieve en polvo.
No me sorprendía que Beomgyu me hubiera seguido hasta aquí. Ya sabía que se habría pasado los últimos días meditando sobre esta conversación inminente, aplazándola hasta estar seguro de qué era exactamente lo que quería decir.
Surgió de un brinco a unos sesenta metros; saltó sobre la punta de un saliente de roca negra y mantuvo el equilibrio sin apoyar los talones, con los pies descalzos.
La piel de Beomgyu se veía plateada a la luz de las estrellas, y en sus cabellos rubios había un brillo pálido, casi rosado con ese matiz de fresa. El ámbar de sus ojos resplandeció al localizarme allí, semienterrado en la nieve, y sus labios carnosos se fueron estirando poco a poco en una sonrisa.
Exquisito. Si de verdad hubiera sido capaz de verlo. Suspiré.
No se había vestido para los ojos de los humanos; tan solo llevaba una leve camisola de algodón con tirantes y pantalones cortos. Agazapado sobre un promontorio de roca, tocó la piedra con las yemas de los dedos y su cuerpo se contrajo.
Bomba va, pensó.
Se lanzó por los aires. Su silueta se convirtió en una sombra oscura que se retorcía en unos elegantes giros entre el cielo estrellado y yo. Se hizo un ovillo en el preciso instante en que iba a impactar contra el montículo de nieve que había a mi lado.
Me sepultó en una ventisca de nieve. Las estrellas se apagaron, y me quedé enterrado bien hondo en el suave tacto de los cristales de hielo.
Volví a suspirar, inhalé el hielo, pero no me moví para desenterrarme. La negrura bajo la nieve no estropeaba ni mejoraba el panorama. Seguía viendo el mismo rostro.
— ¿Namjoon?
Acto seguido, la nieve volaba de nuevo mientras Beomgyu me desenterraba veloz. Me retiró el hielo de la piel sin llegar a mirarme a los ojos.
— Perdona —murmuró—. Era una broma.
—Lo sé. Ha tenido gracia.
Se le curvaron hacia abajo las comisuras de los labios.
— Eunha y Soodam dicen que debería dejarte en paz. Creen que te estoy dando la lata.
— Ni mucho menos —le garanticé—. Al contrario, soy yo quien está siendo grosero, espantosamente grosero. Lo lamento mucho.
Te vas a casa, ¿Verdad?, pensó.
— Pues… no lo he decidido aún…, no del todo.
Pero no te vas a quedar aquí. Ahora había un deje nostálgico en su pensamiento.
— No. No parece que esté… sirviendo de ayuda.
Frunció los labios en un mohín.
— Es por mi culpa, ¿verdad?
— Por supuesto que no.
Beomgyu no había hecho que las cosas me resultaran más fáciles, desde luego, pero el único y verdadero impedimento era ese rostro que me perseguía.
No seas tan caballeroso.
Le sonreí.
Te estoy incomodando, se acusó.
— No.
Arqueó una ceja con tal expresión de incredulidad que me tuve que echar a reír. Una carcajada breve seguida de otro suspiro.
— Vale —reconocí—. Un poquito.
El también suspiró y apoyó el mentón en las manos.
— Eres mil veces más encantador que las estrellas, Beomgyu. Pero, por supuesto, tú ya eres muy consciente de ello. No permitas que mi tozudez te haga perder confianza —le dije, y me eché a reír ante la improbabilidad de que eso ocurriera.
— No estoy acostumbrado a que me rechacen —masculló, y sacó el labio inferior en un mohín muy atractivo.
— Ya lo creo que no —admití y, con muy poco éxito, intenté bloquear sus pensamientos mientras el repasaba fugazmente los recuerdos de sus miles de satisfactorias conquistas.
Fundamentalmente, Beomgyu prefería a los hombres humanos: por un lado, había mucho más donde elegir, pero además tenían la ventaja añadida de ser blanditos y estar calientes. Y siempre dispuestos, por descontado.
— Súcubo —bromeé con la esperanza de interrumpir la secuencia de imágenes que se le pasaba por la cabeza.
Me sonrió enseñando los dientes.
— El primero y auténtico.
Al contrario que Kyu Hyun, Beomgyu y sus hermanas habían tardado mucho en descubrir la conciencia. Al final, fue ese encaprichamiento con los hombres humanos lo que los volvió en contra de las masacres. Ahora, sus amantes… sobrevivían.
— Cuando apareciste por aquí —dijo Beomgyu muy despacio—, pensé que…
Yo ya sabía lo que había pensado, y tendría que haberme imaginado que se sentiría de ese modo, pero en ese momento yo tampoco me encontraba en las mejores condiciones para pensar de forma analítica.