—¿Puedo hacerte solo una pregunta más? —me rogó en lugar de responder a mi demanda.
Yo tenía los nervios crispados, me temía lo peor. Y, sin embargo, qué tentador era prolongar ese momento, tenerlo conmigo, dispuesto a estar a mi lado, aunque fuese solo durante unos segundos más. Suspiré ante el dilema y luego respondí:
—Una.
—Bueno… —vaciló unos instantes, como si estuviese decidiendo qué pregunta elegir—. Has dicho que sabías que no había entrado en la librería y que me había dirigido hacia el sur. Solo me preguntaba cómo lo sabías.
Miré por el parabrisas. Otra pregunta que no revelaba nada por su parte y demasiado por la mía.
—Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas —insistió con un tono crítico y contrariado.
Qué ironía…
Él se mostraba implacablemente evasivo y ni siquiera era su intención. En fin, él quería que fuese directo y, fuera como fuese, esta conversación no iba a terminar bien.
—De acuerdo —me rendí—. He seguido tu olor.
Quise observar su reacción, pero me daba miedo lo que podía encontrarme. Me limité a escuchar su respiración, que se aceleró y luego se estabilizó. Volvió a hablar al cabo de un instante, con una voz más firme de lo que me esperaba.
—Aún no has respondido a la primera de mis preguntas —dijo. Lo miré con el ceño fruncido. Él también estaba intentando ganar tiempo.
—¿Cuál?
—¿Cómo funciona lo de leer mentes? —preguntó, reiterando lo que me había planteado en el restaurante—. ¿Puedes leer la mente de cualquiera en cualquier parte? ¿Cómo lo haces? ¿Puede hacerlo el resto de tu familia…? —se interrumpió y se sonrojó de nuevo.
—Has hecho más de una pregunta —protesté.
Él se limitó a mirarme, esperando mi respuesta. Y ¿por qué no dársela? Ya había adivinado mucho al respecto y era un asunto mucho menos peliagudo que el otro que se cernía sobre nosotros.
—Solo yo tengo esa facultad, y no puedo oír a cualquiera en cualquier parte. Debo estar bastante cerca. Cuanto más familiar me resulta esa «voz», más lejos soy capaz de oírla, pero aun así no más de unos pocos kilómetros. —Intenté dar con una forma de describirlo para que lo entendiera, una analogía que pudiera interpretar—. Se parece un poco a un enorme hall repleto de personas que hablan todas a la vez. Solo es un zumbido, un bisbiseo de voces al fondo, hasta que localizo una voz, y entonces está claro lo que piensan… La mayor parte del tiempo no los escucho, ya que puede llegar a distraer demasiado. —Fruncí el ceño—. Y así es más fácil parecer normal, y no responder a los pensamientos de alguien antes de que los haya expresado con palabras.
—¿Por qué crees que a mí no puedes «oírme»?
Respondí con otra verdad y otra analogía.
—No lo sé —admití—. Mi única suposición es que tal vez tu mente funcione de forma diferente a la de los demás. Es como si tus pensamientos fluyeran en onda media y yo solo captase los de frecuencia modulada.
En cuanto pronuncié las palabras, me di cuenta de que esa analogía no le iba a gustar; sonreí al anticiparme a su reacción. No me decepcionó:
—¿Mi mente no funciona bien? —preguntó, alzando la voz—. ¿Soy un bicho raro?
Ah, otra ironía.
—Yo oigo voces en la cabeza y es a ti a quien le preocupa ser un bicho raro…
Me eché a reír.
Jin era capaz de comprender todos los pequeños detalles, pero lo esencial lo entendía al revés. Sus instintos siempre funcionaban a la contra. Se estaba mordiendo el labio y ya le había aparecido esa arruga en el entrecejo, esta vez profunda.
—No te inquietes —lo tranquilicé—. Es solo una teoría… —Y todavía nos quedaba una teoría más importante que discutir. Estaba ansioso porque llegara el momento. A cada segundo que pasaba, más sentía que estaba disfrutando de un tiempo robado—. Y eso nos trae de vuelta a ti.
Suspiró; seguía mordiéndose el labio. Lo hacía todo el tiempo, me preocupaba que se hiciera daño. Me miró a los ojos con una expresión atribulada.
—Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas —dije en voz baja.
Bajó la vista; estaba batallando contra un dilema interno. De pronto, se puso rígido y abrió los ojos de par en par. El terror se reflejó en su rostro por primera vez.
—¡Dios santo! —gritó.
Me asusté. ¿Qué había visto? ¿En qué momento lo había asustado? Y entonces volvió a gritar:
—¡Ve más despacio!
—¿Qué pasa? —No entendía qué la había aterrorizado tanto.
—¡Vas a ciento sesenta! —chilló. Miró por la ventanilla y retrocedió al ver los oscuros árboles que pasaban por nuestro lado con una celeridad vertiginosa. ¿Una nimiedad como esta, un poco de velocidad, lo hacía chillar de terror? Puse los ojos en blanco.
—Tranquilízate, Jin.
—¿Pretendes que nos matemos? —preguntó con una voz aguda y crispada.
—No vamos a chocar —le prometí.
Cogió aire con fuerza y luego, en un tono un poco más sosegado, preguntó:
—¿Por qué vamos tan deprisa?
—Siempre conduzco así.
Lo miré a los ojos, divertido ante su expresión conmocionada.
—¡No apartes la vista de la carretera!
—Nunca he tenido un accidente, Jin. Ni siquiera me han puesto una multa. —Le sonreí y me toqué la frente. Aquello hacía que la situación fuese todavía más cómica: era absurdo poder bromear con él sobre algo tan extraño y tan secreto—. Llevo un detector de radares incorporado.
—Muy divertido —me espetó con sarcasmo, aunque en su voz había más miedo que ira—. Jongsu es policía, ¿recuerdas? He crecido respetando las leyes de tráfico. Además, si nos la pegamos contra el tronco de un árbol y nos convertimos en una galleta de Volvo, seguro que tú te puedes levantar y marcharte tranquilamente.
—Probablemente —repetí, y me reí con amargura. Sí, en un accidente de tráfico correríamos suertes muy distintas. Tenía razones para estar asustado, a pesar de mis habilidades al volante—. Pero tú no. —Suspiré y disminuí a una velocidad de tortuga—. ¿Satisfecho? Echó un vistazo al velocímetro.