Prefacio
Me sentía atrapada en una de esas pesadillas aterradoras en las que tienes que
correr, correr hasta que te arden los pulmones, sin lograr desplazarte nunca a la
velocidad necesaria. Las piernas parecían moverse cada vez más despacio
mientras me esforzaba por avanzar entre la multitud indiferente, pero aun así, las
manecillas del gran reloj de la torre seguían avanzando, no se detenían;
inexorables e insensibles se aproximaban hacia el final, hacia el final de todo.
Pero esto no era un sueño y, a diferencia de las pesadillas, no corría para
salvar mi vida; corría para salvar algo infinitamente más valioso. En ese
momento, incluso mi propia vida parecía tener poco significado para mí.
Alice había predicho que existían muchas posibilidades de que las dos
muriéramos allí. Tal vez el resultado habría sido bien diferente si aquel sol
deslumbrante no la hubiera retenido, de modo que sólo yo era libre de cruzar
aquella plaza iluminada y atestada de gente. Y no podía correr lo bastante
rápido...
... por lo que no me importaba demasiado que estuviéramos rodeados por
nuestros enemigos, extraordinariamente poderosos. Supe que era demasiado
tarde cuando el reloj comenzó a dar la hora y sus campanadas hicieron vibrar el
enlosado que pisaban mis pies —demasiado lentos—. Entonces me alegré de que
más de un vampiro ávido de sangre me estuviera esperando por los alrededores.
Si esto salía mal, a mí ya no me quedarían deseos de seguir viviendo. El reloj
siguió dando la hora mientras el sol caía a plomo en la plaza desde el centro
exacto del cielo.