Crepusculo: Luna Nueva

Los puntos

Carlisle fue el único que conservó la calma. En el aplomo y la autoridad de su
voz se acumulaban siglos de experiencia adquirida en las salas de urgencias.
—Emmett, Rose, llevaos de aquí a Jasper.
Emmett, que estaba serio por vez primera, asintió.
—Vamos, Jasper.
El interpelado tenía una expresión demente en los ojos. Continuó resistiéndose
contra la presa implacable de Emmett. Se debatió e intentó alcanzar a su
hermano con los colmillos desnudos.
El rostro de Edward estaba blanco como la cal cuando rodó para cubrir con
su cuerpo el mío en una posición claramente defensiva. Profirió un sordo gruñido
de aviso entre los dientes apretados. Estaba segura de que en ese momento no
respiraba.
Rosalie, la de rostro divino y extrañamente petulante, se puso delante de
Jasper, aunque se mantuvo a una cautelosa distancia de sus dientes, y ayudó a
Emmett en su forcejeo para sacarlo por la puerta de cristal que Esme sostenía
abierta, aunque sin dejar de taparse la nariz y la boca con una mano.
El rostro en forma de corazón de Esme parecía avergonzado.
—Lo siento tanto, Bella —se disculpó entre sollozos antes de seguir a los
demás hasta el patio.
—Deja que me acerque, Edward —murmuró Carlisle.
Transcurrió un segundo antes de que Edward asintiera lentamente y relajara
la postura.
Carlisle se arrodilló a mi lado y se inclinó para examinarme el brazo. Mi
rostro aún mostraba la conmoción de la caída así que intenté recomponerme un
poco.
—Toma, Carlisle —dijo Alice mientras le tendía una toalla.
Él sacudió la cabeza.
—Hay demasiados cristales dentro de la herida.
Se alzó y desgarró una tira larga y estrecha de tela del borde del mantel
blanco. La enrolló en mi brazo por encima del codo para hacer un torniquete. El
olor de la sangre me estaba mareando. Los oídos me pitaban.
—Bella —me dijo Carlisle con un hilo de voz—, ¿quieres que te lleve al
hospital, o te curo aquí mismo?
—Aquí, por favor —susurré. No habría forma de evitar que Charlie se
enterara si me llevaba al hospital.
—Te traeré el maletín —se ofreció Alice.
—Vamos a llevarla a la mesa de la cocina —le sugirió Carlisle a Edward.
Edward me levantó sin esfuerzo; Carlisle mantuvo firme la presión sobre mi
brazo y me preguntó:

—¿Cómo te encuentras, Bella?
—Estoy bien —mi voz sonó razonablemente firme, lo cual me agradó.
El rostro de Edward parecía tallado en piedra.
Alice ya se encontraba allí. El maletín negro de Carlisle descansaba encima
de la mesa, cerca del pequeño pero intenso foco de luz de un flexo enchufado a
la pared. Edward me sentó con dulzura en una silla. Carlisle acercó otra y se puso
a trabajar sin hacer pausa alguna.
Edward permaneció de pie a mi lado, todavía alerta, aunque continuaba sin
respirar.
—Sal, Edward —suspiré.
—Puedo soportarlo —insistió, pero su mandíbula estaba rígida y sus ojos
ardían con la intensidad de la sed contra la que luchaba, una sed aún peor que la
de los demás.
—No tienes por qué comportarte como un héroe. Carlisle puede curarme sin
tu ay uda. Sal a tomar un poco el aire.
Hice un gesto de malestar cuando Carlisle me hizo algo en el brazo que dolió.
—Me quedaré —decidió él.
—¿Por qué eres tan masoquista? —mascullé.
Carlisle decidió interceder.
—Edward, quizás deberías ir en busca de Jasper antes de que la cosa vaya a
más. Estoy seguro de que se sentirá fatal y dudo que esté dispuesto a escuchar a
ningún otro que no seas tú en estos momentos.
—Sí —añadí con impaciencia—. Ve a buscar a Jasper.
—De ese modo, harías algo útil —apostilló Alice.
Edward entrecerró los ojos como si pensara que nos habíamos confabulado
contra él, pero finalmente, asintió y salió sin hacer ruido por la puerta trasera de
la cocina. Estaba segura de que no había inspirado ni una sola vez desde que me
corté el dedo.
Una sensación de entumecimiento y pesadez se extendía por mi brazo y,
aunque aliviaba el dolor, me recordaba el tajo que me había hecho, así que me
dediqué a mirar el rostro de Carlisle con gran atención para distraerme de lo que
hacían sus manos. Su cabello destellaba como el oro bajo la potente luz cuando se
inclinó sobre mi brazo. Sentía ligeros pinchazos de malestar en la boca del
estómago, pero estaba decidida a no dejarme dominar por mis remilgos
habituales. Ahora no me dolía, sólo tenía una suave sensación de tirantez que
procuré ignorar. No había motivo para sentirme enferma como si fuera un bebé.
Si ella no hubiera estado ante mis ojos, no habría sido consciente de cuándo
Alice se rindió y se escabulló de la habitación. Esbozó una sonrisa de disculpa y
salió por la puerta de la cocina.
—Bien, y a no queda nadie —suspiré—. Está claro que soy capaz de desalojar
una habitación.

—No es culpa tuya —me consoló Carlisle sonriendo entre dientes—. Podría
pasarle a cualquiera.
—Podría —repetí—, pero casualmente sólo me pasa a mí.
Él volvió a reírse.
Su calma y su aspecto relajado extrañaban aún más si cabe en comparación
directa con la reacción de los demás. No logré descubrir ni una pizca de ansiedad
en su rostro. Trabajaba con movimientos rápidos y seguros. El único sonido
aparte de nuestras respiraciones era el tenue tic, tic de las esquirlas de cristal al
caer una tras otra sobre la mesa.
—¿Cómo puedes hacer esto? —le pregunté—. Incluso Alice y Esme... —mi
voz se extinguió y sacudí la cabeza maravillada.
Aunque todos los demás habían abandonado la dieta tradicional de los
vampiros de modo tan radical como Carlisle, él era el único capaz de soportar el
olor de mi sangre sin sufrir una fuerte tentación. Sin embargo, esto sin duda era
algo mucho más difícil de lo que él lo hacía parecer.
—Son años y años de práctica —me explicó—, y a casi no noto el olor.
—¿Crees que te resultaría más difícil si abandonaras el hospital durante un
periodo largo de tiempo y no tuvieras alrededor tanta sangre?
—Quizás —se encogió de hombros, pero su pulso permaneció firme—.
Aunque... nunca he sentido la necesidad de tomarme unas largas vacaciones —
me dirigió una brillante sonrisa—. Me gusta demasiado mi trabajo.
Tic, tic, tic. Me sorprendía la cantidad de cristales que parecía haber en mi
brazo. Tuve la tentación de echar una ojeada al creciente montón para ver lo
grande que era, pero sabía que no sería una buena idea y que no me ayudaría en
mi propósito de no vomitar.
—¿Y qué es lo que te gusta de tu trabajo? —le pregunté en voz alta. No
comprendía la razón que le había impulsado a soportar todos esos años de lucha y
de negación de su propia naturaleza hasta sobrellevarlo con tanta facilidad.
Además, quería que siguiera hablando, ya que no prestaría atención a las náuseas
mientras tuviera la mente ocupada en la conversación.
Sus ojos oscuros se mostraban tranquilos y pensativos cuando me contestó:
—Mmm. Disfruto especialmente cuando mis habilidades... especiales me
permiten salvar a alguien que de otro modo hubiera muerto. Es magnífico saber
que las vidas de algunas personas son mejores gracias a mi existencia, a mis
capacidades. En ocasiones, me resulta útil como instrumento de diagnóstico
incluso el sentido del olfato.
Un lado de su boca se elevó en una media sonrisa.
Reflexioné sobre ello mientras él examinaba la herida con atención a fin de
asegurarse de que hubieran desaparecido todas las esquirlas de cristal. Entonces,
empezó a hurgar en su maletín en busca de otros utensilios y yo me esforcé por
no imaginar la aguja y el hilo.




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