Con su cumpleaños a final del mes y la partida de Crista aun recorriendo su mente de la forma más tortuosa, Irene simplemente había perdido su alegría, el poderse enfocar en el mundo fuera de la ventana parecía simplemente imposible, se refugió en su vagos pensamientos y ese misterioso diario su distracción favorita.
“para la señorita Irina, jamás se olvide de quien es”
La primera página era una dedicatoria de caligrafía sumamente descuidada, brusca y poco femenina, la rubia no se cansaba de recorrer con la punta de sus dedos las marcas que la fuerza ejercida en el bolígrafo como si se tratara de descifrar braille, sus labios pronunciaban con debilidad Irina le resultaba una extraña coincidencia el parecido del nombre de su propietaria con el de la persona que hoy lo tenía entre sus manos. Su cabeza se inundaba de dudas, acerca de la misteriosa mujer que le pertenecía ese diario, una hija, una amante o simplemente la joven que vivía en la imaginación de Irene.
El diario sin lugar a duda pertenecía a una majik, eso lo supo Irene en cuanto leyó las primeras páginas que eran hechizos con alto grado de dificultad, algo que solo alguien con gran destreza mágica podría hacer, de nuevo le inundo la duda pues el fechado se interrumpía por largos periodos de tiempo, aunque siempre volvía suponía que no se debe subestimar el poder catártico de plasmar tus sentimientos de en papel, eso impide que se pudran en tu interior y envenenen cada fibra de tu ser de poco en poco.
-Llevas semanas con ese extraño libro – dijo Desmond colgándose del cuello de la rubia
-Déjala en paz pajarraco de mierda – interrumpió Sanz, él era un hada Diamantis, otro amigo de Irene quien se había dado a la misión de levantarle el ánimo tras la prematura partida de Crista, su piel resplandecía en bellos tonos pasteleos, las hadas de diamante son extremadamente extrañas más aún si son hombres, además de los majik y las hijas de los elementos son los únicos que pueden utilizar la magia a libre albedrío.
-Pronto será tu cumpleaños
-No quiero pensar en eso Sanz, por eso he estado evitando a mis amigos, el cuarteto de imbéciles, cuando me miran puedo sentir ese extraño sentimiento lastimero y degradante, no lo tolero
-No le puedes pedir al tiempo que avance más lento, la vida proseguirá aun contra tus deseos
Irene imagino a Crista elogiando la profundidad y las certeras reflexiones de Sanz con su acostumbrada amabilidad, sintió el pesar inundando su corazón
-Eso no es más que mierda, me podrías ahorrar la mierda de libro de autoayuda
-Te vendría bien leer un libro, así evitarías decir mierda dos veces en la misma oración
-Imbécil – Dijo Irene entre dientes
-No exteriorices tus miedos en mí, yo no tengo la culpa de la imbecilidad de este mundo
-Supongo que es cierto, pero no tiene caso enfadarte por aquello que es irremediable, pero los antiguos son hijos de puta
-A veces me sorprende que seas una hija del aire
-Yo soy Irene, todo lo demás me constituye pero no soy yo
Crista y Sanz lograban que Irene se sintiese querida y entendida cuando la naturaleza abrumadora de la realidad le recordaba aquellos dolorosos recuerdos que pretendía ignorar pero ahora sin la brillante candidez de Crista, Sanz en sus mediocres esfuerzos de dar ánimos la había sumido en el estado más profundo afligimiento, bueno al menos más que de costumbre.
Ella recorrió su casa, eso lograba reconfortarla cuando sentía el pesar en su corazón, su ritual secreto que le impedía que los funestos pensamientos la orillaran a destruirse.
La mansión de Natura Elaida, alguna vez fue una ostentosa casa de verano fincada bajo los deseos de un nuevo rico, pero tras la revolución de castas, no hubo más remedio que venderla. Era un condominio ubicado en una gran extensión de terreno, una joya de simplicidad perdida entre lujosas casa, su fachada cubierta de enredaderas que florecían sin falta cada primavera soltando una embriagante fragancia, enfrente un estanque lleno de juncos, donde en su niñez Irene compartió frescos recuerdos veraniegos con sus amigos, ahora solo suspiraba nostálgicamente, imaginando un futuro mejor.
La casa de cinco plantas y 56 habitaciones era por mucho la más austera del pueblo, aunque conservaba detalles lujosos, como una enorme cocina y un amplio comedor. Para Irene no había mayor placer que perderse en la inmensidad de su casa preguntándose porque su madre renuncio a esto, porque la hizo vivir un calvario hasta que cumplió cuatro años.
Aun recordaba con encontrados sentimientos aquel noche lluviosa en la que los policías con lastimeros expresiones la arrancaron de los brazos del cadáver de su madre, a media noche llego descalza y sucia a una enorme casa con un bello paisajismo donde coloridas flores de todo tipo florecían primorosas, ante sus ojos era un castillo de cuento y ella se acababa de convertir en cenicienta, en la puerta una mujer la recibió con un rostro cálido y preocupada la abrazo y nunca la soltó.
Una vieja y apenas funcional grabadora era el único vestigio de lo que alguna vez fue el cuarto de música en el condominio de la tía Natura, un artículo de origen ilícito, seguramente del mundo humano importado por un mercader del mundo bajo antes de que Alathea se abriera a la cultura humana el luxo pasado, Irene había construido un pequeño refugio en torno al diminuto artilugio, era su jardín secreto. En una esquina la rubia aun siendo una niña había creado un hogar, que le recordaba nostálgicamente el espacio que su madre le había asignado para dormir en el remolque, una esquina cerca del horno donde solo había un viejo colchón de perro y una sábana, tal vez pudieran pensar que una niña que solo ha conocido un pequeño espacio sería feliz al tener una espaciosa habitación y una cama propia sin embargo Irene extrañaba esos olores familiares, ese sentimiento familiar, la forma en que sus pies tocaban la frialdad del piso cuando dormía extendida, así que ella recreó ese espacio que era lo único que pudo llamar suyo antes de que su vida cambiara.