Comí y tomé un poco de lo que me había robado de los traidores al imperio, aun así estaba falto de comida. Necesitaba recargar energías. Me la había pasado caminando por la ahora inacabable tierra desértica.
No había visto naturaleza hace varias horas, mis pies se estaban acalambrando y tenía que parar a cada rato para tratar mis ampollas.
El sol en mi cabeza me brindaba un calor que no quería, no lo necesitaba. Yo era calor y tener esa bola de fuego en estos momentos cuando no había sombra disponible me hacía sudar más que de costumbre.
Ni el calor de los volcanes me había debilitado tanto en tan poco tiempo. Sabía por qué era, simplemente necesitaba una ducha, una noche de sueño prolongada en la frescura de la noche y mucha, mucha comida.
También estaba el tema de la maldición. Si llegaba a mi dragón y volvía a casa a tiempo tal vez tenga una oportunidad para sobrevivir. Pero si esto continuaba así de lento, no sabía cuánto aguantaría hasta que esta mancha negruzca me consumiera por completo.
Esperaba no terminar volviéndome loco hasta la muerte.
El bicho se la pasaba en mi espalda, a veces se le daba por registrar el suelo pero se volvía decepcionado al no encontrar absolutamente nada comestible.
Así pasó el día. Caminatas largas, descansos esporádicos y mi cabeza dándole vueltas una y otra vez al tema de la maldición.
Maldita bruja terrana.
Al menos, no había crecido más desde la vez que apareció.
No supe muy bien el momento en el que mis piernas empezaron a fallar. A mi alrededor lo único que veía era la nada misma, hectáreas y hectáreas de tierra seca inservible a merced del calor del sol.
Caí de bruces al suelo cuando ya no pude sostenerme por más tiempo y a mi mente llegó la imagen del cadáver sin ojos. No podía quedarme en el medio de la nada y esperar el agonizante dolor que me produciría cuando al bicho se le antojasen partes de mi cuerpo.
Intenté levantarme, me impulsé con mis manos que temblaban por el esfuerzo. Pude arrodillarme y nuevamente a la carga, ya estaba caminando.
El bicho ya no se colgaba de mi espalda, al parecer sabía que estaba demasiado débil para llevarlo a cuestas. Aun cuando no pesaba realmente mucho.
Entonces, volví a caer. Esta vez ni siquiera intenté pararme. Me di la vuelta quedando cara al cielo, tanteé por la bolsa y saqué la cantimplora. Cuando quise beber solo salieron gotas.
Estaba oficialmente acabado.
Pero no, no podía rendirme así de fácil.
— Solo descansaré un rato — Murmuré al Zyrath, o tal vez a la nada misma. No lo sabía.
Y todo comenzó a dar vueltas hasta que me sentí flotar en el peligroso mundo de los sueños.
✽✽✽✽✽
Volví a estar dentro de mis recuerdos otra vez, repasando uno de los peores días de mi vida.
La larga caravana de personas vestidas con capas rojas era lo único que llamaba la atención en la ciudad de Dohim. Draconianos de todas partes del territorio habían venido a la despedida de su reina.
Todos ataviados en capas rojas con capuchas, ocultando sus rostros. En sus manos sostenían una vela negra en referencia al luto, prendidas en referencia a nuestro propio ser. Todos intentando guiar el alma de mi madre hacia el mundo más allá, donde nuestro dios del fuego la aguardaba.
A mi lado estaba mi hermana, ambos vestíamos igual al resto. En nuestras manos la vela prendida, con la otra nos tomábamos intentando pasarle fuerza al otro.
No sé qué hubiera hecho sin ella esa noche.
La capucha nos ocultaba el rostro por suerte, así las lágrimas no se veían. Éramos el príncipe y la princesa, no debíamos llorar. Teníamos que ser fuertes.
O eso al menos había dicho nuestro papá, el rey. No hubo consolaciones de su parte, una parte de él también estaba destruida.
Pero eso fue algo que Aruna jamás se lo perdonó porque éramos dos simples niños, daba igual nuestro estatus. Nuestro padre nos abandonó para ir a la guerra mientras ambos teníamos que enfrentar al mundo a tan temprana edad.
El camino terminaba en la parte superior del volcán que se encontraba justo detrás de Dohim y el castillo. Allí, en lo más alto se encontraba el templo más antiguo que el clan poseía, y el más cercano a los dioses.
Había tres volcanes en nuestro territorio, donde la cordillera de montañas nos dividía con el amplio océano y nos hacía de muralla protectora a las bestias del mar. Los tres tenían sus respectivos templos.
Uno de ellos estaba activo, el que se encontraba al noreste. De él surgía un río de lava que atravesaba el territorio y que acababa en el pozo sin fin.
Llegamos al templo, adornado con techos y paredes de mármol donde se tallaron las grandes hazañas de antiguos líderes del clan. Había una estatua del mismísimo gran rey Máximo hecha de oro sólido adentro del templo, lo sabía muy bien. Las columnas y los tejados estaban ataviados en estatuas protectoras con formas de dragones.
No entramos al templo, lo rodeamos hasta quedar por detrás donde el muelle aguardaba el cuerpo de mi madre que estaba siendo acarreado por un carruaje lleno de flores rojas y ella fue adornada con ropajes dorados.
Las lloronas la rodeaban, vestidas de negro y rostro al descubierto para poder ver sus lágrimas y lamentaciones. Eran los únicos sollozos y lamentos que se escuchaban. Eran ocho, en sus manos traían una vela roja prendida.
El cuerpo de mi madre se puso en el muelle que daba al centro del volcán donde la lava ardiendo en el centro se podía ver muy en el fondo. El volcán no estaba del todo activo, pero aun así se mantenía prendido y avivado como el mismo fuego dentro de mi ser.
Nunca recuerdo las palabras que había dicho mi padre, solo sé sobre la mano fría de mi hermana apretar la mía. Sus uñas me hicieron doler ese día, aunque jamás me quejé. Ese dolor no se comparaba al dolor de perder a una madre.
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Editado: 19.09.2020