Entró en la cocina de un lugar público ubicado en un bosque. Afuera llovía a cantaros, sintió la brisa helada qué entró por la puerta; tenía mucha hambre y visualizó la habitación de paredes color verde seco. Se acercó a una cocinera, le preguntó si podía darle algo de comer.
—Sírvete—, le señalo una enorme olla llena de caldo de pollo, abrió los ojos y sus tripas gruñeron; puso una mano en su estómago. Movió la cabeza en todas las direcciones para buscar donde servirse, los platos los encontró debajo del fregadero; se deslizó con cautela y cogió un plato de cerámica color café. Regresó donde estaba la olla, tomó el cucharon y se sirvió el plato hasta el tope.
En un rincón, pegada a la pared estaba una mesa de color roja, no lo dudó y se acercó. Las personas que trabajaban en la cocina, la observaban cómo si la conocieran. Así pues, colocó el plato en la mesa, acomodó la silla y se sentó, ya estaban puestos los cubiertos; atacó el plato al instante. Saboreó el sabor del pollo, masticó con lentitud la carne y degluto con cuidado de no atragantarse. El pollo siempre se le atoraba en el esófago y tenía que buscar bebida, algo que por ahora, no le importaba mucho; con cuidado tomó un pedazo de zanahoria y lo metió a su boca; hizo el mismo proceso un par de veces hasta que fue interrumpida.
Un joven se sentó a su lado izquierdo, lo miró. Algo en él le recordaba a una persona. Aquel chico de tez blanca, cabello negro y corto; que llevaba un traje negro y una camisa blanca, le observó con sus hermosos ojos azules.
—Hola.
—Hola—, respondió metiendo la cuchara en su boca.
—¿Cómo has estado? —Sin dejar de verlo, masticó la comida. Se preguntó dónde lo vio antes.
—¿Te conozco? —El ojiazul, sonrió.
—Lyla…soy yo—le tomó la mano. Percibió la fría piel sobre la suya, lo contempló una vez más y esos ojos azules le miraban. Se vio reflejada en ellos; el corazón le latió con fuerza; se acordó de esos orbes tan hermosos.
—¡Eres tú! —Dijo sobresaltada— ¡Has crecido mucho!
—Me has cuidado bien.
—¿Por qué sigues vistiendo así?
—Me gusta—trató de sonreír, sus músculos se tensaron. Se dijo que ese niño había crecido en poco tiempo, ahora, tenía en frente a un joven cómo de su edad.
Se miraban y era un poco incómodo, sintió que le ardieron las mejillas y trató de romper el silencio.
—¿Qué haces aquí? —El joven puso los codos sobre la mesa, optó una posición recta y fijó sus ojos en la chica; ella miró su caldo de pollo qué estaba a la mitad.
—Te mostraré algo cuando termines de comer. —, suspiró.
Iba a preguntarle que tenía que mostrarle; sin embargo, decidió comenzar a comer. Ninguno de los dos articuló palabras. Él la observaba comer ese platillo, era algo que no conocía, se veía sencillo y delicioso; aunque, él no comía alimentos. Todavía era muy pequeño y se alimentaba de la energía de su interlocutora.
Cuándo terminó su comida, de inmediato el ojiazul le tendió su mano, la ayudó a ponerse de pie y la condujo a un espejo de cuerpo completo dónde momentos atrás yacía el fregadero. No lo cuestionó, el joven se colocó detrás de ella.
—¿Lo ves? —, le preguntó mirándola por el espejo.
—¿Ver qué? —, el joven levantó un brazo apuntando con el dedo índice su reflejo.
—El hielo…Toca el espejo —, confundida tocó el espejo. Mientras se acercaba al vidrio sintió un aire congelante que la embriago por completo. Fue como si le hubieran soplado desde un mundo tras el pedazo de vidrio; así pues su delgado dedo se posó en el espejo, luego aquel, quedó envuelto en una fina capa de hielo con ondulaciones.
Se imaginó un río helado…rodeado de un terreno frondoso, rocas y enormes árboles.
—Abre los ojos…—, le susurró el pelinegro.
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Editado: 05.04.2018