Me desperté como todos los días -gruñendo como si quisiera matar a la inventora del despertador- mi mano derecha bajaba hasta mis pantaloncillos de manera mecánica, de manera involuntaria y acomodaba esa cosa, odiaba hacerlo pero era necesario.
Me incorporé pesadamente, sentándome en la cama con los ojos aun cerrados. Mis pies tentaban perezosos y torpes en busca de las pantuflas pero abandoné la búsqueda, como cada mañana, y caminé descalza hasta mi baño. Sentía el frío del piso traspasar la piel de mis pies y recorrer mi cuerpo, para muchos eso basta para espabilar de la modorra matutina pero yo, yo me transformó en un lirón rápidamente por las noches y caigo como una roca sobre mi cama, lástima que volver a mi forma humana cada mañana sea un proceso más lento.
Como prueba de mi adormilada situación, mojé la taza del baño cuando quise orinar. «Mierda» me dije a mi misma, abriendo mucho los ojos mientras veía las manchas de orina sobre el blanco inodoro, esto jamás es agradable pero al menos, en aquella ocasión, me terminó de despertar. Tomé un poco de papel de baño y torpemente limpié aquellas manchas amarillentas con un poco de asco, no lo negaré. «Debí sentarme» me regañaba entre dientes, mi voz se escuchaba ronca pero es normal en mí durante las mañanas, mis madres dicen que se debe a que ronco pero yo no les creo... yo no ronco.
Aquello colgaba ahí, con total despreocupación mientras terminaba de limpiar y secar el borde de la taza del inodoro. Me miré sin querer mirarme realmente. «¿Está más grande?» pensé casi de inmediato. Genial, con dieciséis años mi pecho podría ser comparado con un muro o una pizarra pero vaya garrote que llevo colgando.
Desvié la mirada, enojada con el desgraciado destino que la genética me había deparado. ¿Por qué no pude ser como Johanna Smith? Aquella bella chica de piel bronceada, cabello ondeado, labios carnosos, unos ojos que te pueden hipnotizar con un solo vistazo... paro, que me estoy desviando.
Al quitarme el pijama suspiré de alivio al notar que, al menos, no lo había mojado. Abrí la llave de la ducha y el agua comenzó a caer sobre mi piel, la cual pedía a gritos un poco de sol, «el siguiente verano» me volví a mentir descaradamente.
Llevaba cuatro años sin poner un pie sobre la arena caliente de la playa, cuatro años sin sentir la brisa salina y el golpe de la marea sobre mi cuerpo. Todo porque desde hacía cuatro años ya podía usar trajes de baño menos infantiles y eso para mí, era algo que no podía permitirme. Era muy vergonzoso imaginarme con un bello y sensual bikini y un bulto en mi entrepierna.
A mi mente llegaron imágenes de escenas vergonzosas, como el estar en la playa con todas mis compañeras de aula, todas riendo, burlándose y señalándome mientras mi cuerpo se iba ocultando tras mi creciente y palpitante miembro, terminando por cobrar vida propia, como esos dragones de películas épicas y atacando a todas las bañistas. Sacudí la cabeza con la intensión de librarme de aquellas pesadillas y salpicando de agua paredes y el piso del baño, había olvidado correr la cortina del baño o mejor dicho, nunca lo hacía, pero no le tomé importancia.
Lavé mi cabellera, aquella mata de cabello liso, negro como la noche sin estrellas y que apenas rozaban mis hombros. Luego cerré la llave del agua y enjaboné mi cuerpo empezando desde arriba y bajando poco a poco, rostro, cuello, mis pequeños pechos en los que aún tenía esperanza de verlos crecer y por eso masajeaba en cada baño y cada noche en un ritual casi religioso. Mi abdomen, por ahí pasaba fuerte y rápido, hacía sentir mis uñas en mi piel para quitar toda la suciedad lo más pronto posible, odiaba sentir esa flacidez y uno que otro rollito que se escondía en mi cintura. Claro, a todas nos disgusta esa sensación blandita, esa masa de piel y grasa sobrante, pero cuando nos ponen delante una copa enorme de helado, una porción de pastel o cualquier comida que te guste, la culpa se va a tomar unas vacaciones al infierno y la gula se apodera de nosotras.
Luego llegaba a mis glúteos, posiblemente mi mayor atractivo, pronunciado, redondeado y firme... al menos más firme que mi abdomen y más pronunciado que mis tetas (creo que el peor bullying es el que me hago cuando trato de halagarme). Por último, mis piernas y pies, cualquiera que me viera diría que tengo un fetiche con mis pies pero en realidad tengo miedo de contraer algún hongo o una infección, nada más.
Fue al salir de la ducha que lo segundo malo ocurrió. Resbalé. El piso no estaba muy mojado pero estaba lo suficiente para perder el equilibrio. Un grito agudo acompañó mi caída, mis piernas se separaron la una de la otra hasta dejarme en posición de un split digno de una gimnasta olímpica, pero el triple de doloroso. Mis testículos y pene golpearon el frio y húmedo piso de losa del baño.
Siete minutos, muchas lágrimas y varios improperios (en voz bajita para que mis madres no me escuchen y me castiguen) después, ya estaba en mi habitación envuelta con una toalla, buscando que ropa interior ponerme. Apenas caminaba bien. Con una mano sujetaba la toalla y con la otra sujetaba mis cosas para evitar que rocen mis piernas, me dolía mucho no solo por la caída, sino también por el estirón de aquel split.