Advertía, desde la piecita de arriba, movimientos sospechosos en el patio que desembocaba en la cuadra de la panadería de San Juan y Boedo, donde pasé una parte de mi infancia. O sea que nos hallamos situados en los años sesenta, aunque con mi edad actual, frisando -diría Cervantes- también los sesenta. Daba el alerta, pero aparecían unos tipos que se identificaban como nuevos empleados de mi tío. No me convencían demasiado sus explicaciones. Entonces los seguía furtivamente, y presenciaba cómo, en el túnel de la zorra, al final del cual se guardaban las bolsas de harina, ahorcaban al pobre Pascualito, que sí era uno de los que amasaban el pan todos los días.
Estuve unos minutos despierto, pero los ravioles y el tinto del mediodía pedían a gritos un rato más de siesta.
Pasé a ubicarme en la cocina de la panadería (la casa, el comercio y la cuadra formaban parte de un único edificio). Allí también se encontraban mi tía Herminda y mi mujer, a quienes les comunicaba la terrible noticia del asesinato de Pascualito. En ese preciso momento llegaba el cabecilla de los criminales, a quien yo, astutamente, había citado con el pretexto de encargarle un trabajo de albañilería en una propiedad lindera, que me pertenecía. Atravesábamos el patio, que ahora aparentaba ser el del conventillo de Don Nicola (Pascualito-Pascualín), mientras le daba charla para que no advirtiese que adonde en realidad nos dirigíamos era a la comisaría de al lado.
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