30/04/19
Se había acabado la tranquilidad en el teatro.
Hasta ahora, antes de nosotros, no había programada ninguna obra.
Ese día debutaba un elenco numerosísimo y bullanguero, que hacía un Shakespeare.
Eran jóvenes y arrasaban con todo espacio que acostumbrábamos utilizar con comodidad. Pensaba en que ya no podríamos venir con tanta anterioridad a la hora de función, cuando con un autoritario "¡permiso, permiso!", un pibe se puso a distribuir cubiertos en la larga mesa a la que estábamos sentados mi compañero y yo. Se ve que ampliaban hasta allí la puesta, porque la mesa no se hallaba ubicada en el área de escena. O sería para un festejo posterior, vaya uno a saber.
Con mi compañero optamos por salir un rato del teatro. Me llevé un manojo de cuchillos y tenedores distraidamente, sin ánimo de boicotear. Cuando reparé en lo hecho, me prometí volver a ponerlos en el mismo exacto lugar, al regresar a la sala.
Me dediqué a revolver en la batea de una feria de pulgas vecina, mientras le comentaba al otro actor la audacia de estos muchachos de meterse con un Shakespeare. Opiné que debían ser muy poco experimentados.
Mi compañero me informó que los roles protagónicos estaban a cargo de prestigiosos intérpretes adultos . Reconocí que quizá me había dejado llevar por la molestia y el prejuicio.
No creo que haya hablado demasiado alto, pero detrás de mí escucho a una mujer gritar, histérica y autoritaria: "¿Por qué no se calla un poquito, eh?"
Entonces sí, con mi mejor voz impostada de actor, sin darme vuelta, modulé al vacío: "¿Por qué no se va a la reputísima madre que la reparió?"
Se hizo un silencio enorme en la feria. Comprendí que había cometido un error cuando veo venir una señora en silla de ruedas, seguramente la emisora del grito y destinataria de mi exabrupto. Su condición de lisiada debía haberle ganado la simpatía de la gente, con el consecuente repudio hacia mí.
La señora, en vez de la furia que era de presumir, se mostraba calma. Se acercó mucho, se estiró hasta mi mejilla como pudo, y me dijo dulcemente al oído algo que no entendí. Le pedí que me lo repitiese. Me explicó que la orden de callar era una broma para otra persona.
Me disculpé y la invité a la función, lo que aceptó gustosa.
Al volver al teatro, notamos con mi compañero que empezaba a agolparse gente en la puerta para el estreno de la otra obra. Le pregunté cuál era la que hacíamos nosotros. "Escorial", me respondió.
Recordé que comenzaba con el Rey pidiendo que acallen a los perros. Pero no mucho más.