Entramos en un bar a desayunar con mi mujer y mi suegro.
En el bar se sirven exquisiteces.
Veo como un mozo da los toques finales a un elaboradisímo postre con todo mimo y cuidado.
Voy al baño y cuando regreso, mi suegro había pedido carne. Sobre la mesa lucían seis enormes fuentes con pescetos y vacíos enteros, ristras de chorizos, dorados espirales apilados de salchichas parrilleras, tiras de asado, morcillones.
Yo sólo aspiraba -militante desde siempre de que cada comida vaya en su horario- a un café con una medialuna.
Miraba, por tanto, estupefacto la montaña de carne. Dado que la satisfacción de mi suegro era más que evidente, acallo la crítica. Apenas deslizo un comentario sobre la cantidad. Mi mujer, de común combatiente de los hábitos alimentarios de su padre, curiosamente ahora responde entusiasta que si sobra pesceto se puede llevar a casa. Yo pienso que dado el tamaño del pesceto no debe ser tan tierno como el que solemos comprar en la carnicería del barrio (la mejor de la ciudad, dicho sea de paso) y a ella le gusta. Pero no lo expreso.
A todo esto hago una seña al mozo pidiendo café. El mozo la capta y asiente de lejos. No me da para medialuna en medio de los efluvios cárnicos, que me revuelven el estómago a esa hora temprana.
Mi suegro insiste en que coma algo y me sirve en el plato salchicha parrillera.
No me animo a despreciarlo y pruebo un bocado a sabiendas que esa ingesta a deshora, fuera de su horario lógico, el almuerzo o la cena, pesará sobre mi conciencia durante el resto del día, lo mismo que si hubiese cometido un crimen.
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