Todavía no me explico por qué no accedí a venderle ese ejemplar que incluso tenia repetido y sacarme así, de una buena vez, al tipo de encima en lugar de enredarme en una discusión fastidiosa e interminable, que incluso llegó a tener por momentos visos de peligrosidad.
Yo había dejado la bicicleta apoyada en la esquina con una pila de revistas en el portaequipaje, o como se llame el cosito ése de atrás que tiene una especie de agarradera con resorte que sostiene lo que pongas ahí. Supongo un adminículo absolutamente identificable para cualquier ciclista, no para mí, que no lo soy.
El tipo debe haber pensado que yo era un canillita ambulante, de los que antes había, ahora no veo más... o el mismo diariero del barrio, que previa apertura del puesto, muy temprano, hacía el reparto, revoleando por encima de tapiales bajos diarios y revistas que caían en vistosos jardincitos. Convenientemente enrollados, eso sí, para que no se descuajeringasen si iban a parar contra algún objeto duro, un enano de piedra, pongámosle. Pero claro... ¿quién se abona a un diario hoy en día? Ni hablemos de revistas, que prácticamente no existen.
Por eso al tipo le debe haber llamado la atención la pila y se puso a revisarla, que yo ni cuenta me di, ocupado como estaba en resolver el secuestro.
Lo primero que pedí fue el celular de la víctima, que se encontraba dentro de una carterita. Un celular antiguo, raro para una chica, la muchachada quiere tener la última tecnología, por más que se empeñe hasta el caracú.
Un buen detective, me dije, empieza siempre por las últimas llamadas. Pero o yo no entendía el aparato, o era tan arcaico que no guardaba registros.
Les pregunté entonces a las compañeras de colegio si podían identificar entre los contactos a la mejor amiga.
"Yo soy la mejor amiga", saltó una y las otras asintieron.
"... Hace semanas que no la veo", agregó la chica para mi desconcierto.
Fue ahí, en ese justo momento -un momento crucial-, que aparté la vista del grupo, rascándome la cabeza, como hacía Columbo cuando estaba cavilando, generalmente antes de una revelación trascendental, que en mi caso ni miras de asomar... fue ahí, digo, cuando reparé en el tipo que se me acercó con una Skorpio en la mano, preguntando cuánto costaba.
Creo que lo que más me molestó de la irrupción fue el contraste entre la jerarquía de la labor detectivesca y la banalidad de querer negociar una revista de historietas. Por eso me negué persistentemente, despectivo hacia la oferta y hacia el tipo mismo, haciéndole entender que su conducta estaba fuera de lugar, que interfería en un asunto importante.
El tipo me recriminaba que para qué las ponía en venta, si después no las quería vender. Yo le respondía que no las quería vender. "¡Es justamente lo que le estoy diciendo!", me retrucaba el tipo. Y así de equívoco en equívoco. Más que entender, se cansó de la situación creo, y me revoleó la Skorpio a lo diariero, pero sin enrollar, de manera que se descuajeringó bastante y perdió valor de colección, una razón más para arrepentirme de no habérsela vendido, en lugar de ponerme a discutir.
El episodio me perturbó lo suficiente como para obligarme a tomar un respiro. El grupo de chicas, que se había quedado a presenciar la discusión, esperaba ahora una revelación de mi parte. Sentía su presión, las miradas, como si estuviesen a un tris de descreer de mi competencia para resolver el caso. Decidí tomar el toro por las astas.
"Vaciemos la cartera, a ver qué encontramos", dije innecesariamente mientras ejecutaba la acción. Como resulta esperable en toda cartera femenina salió a relucir infinidad de objetos. Entre lo que cayó al piso me llamó la atención de inmediato un puñado de billetes en moneda extranjera, ni euros ni dólares, ni nada que identificase al país de emisión, ni siquiera podía reconocer el idioma.
Pero lo realmente prodigioso consistió en que la imagen impresa en los billetes era la del tipo que quería comprarme la Skorpio.