19/05/20
Desde muy chica, le inculqué a mi hija menor que las monjas son el Diablo. Y que cuando uno se las cruza debe hacer cuernos con los dedos. Una patraña que terminé creyéndome. Aún hoy, al ver aparecer alguna, realizo el ritual de exorcismo. Esta mañana las calamidades empezaron desde mucho antes de divisarlas. No me explicaba cómo habiendo tanto auto por la calle, no apareciese ningún taxi para mi mujer. No me podía ir tranquilo hasta que no la viese subir al taxi que la llevaría al otro extremo de la ciudad, donde debía hacer ese tipo de trámites muy de ella, que siempre me explica pero nunca entiendo del todo. Es una tara paternalista mía -lo sé y no dejo de reprochármelo- lo de quedarme a su lado hasta último momento. Ha recorrido sola innumerables ciudades del mundo, sin la menor dificultad, pero estando juntos me siento responsable que llegue sana y salva a destino. Igual que cuando llevaba a mi hija menor a tomar el colectivo en Once, para volver a su casa en Campana, y no bien subía le mandaba mensaje a la madre consignando número de unidad, hora de partida y hasta aspecto del chófer.
Hay mucho tránsito decía, demasiada flexibilización inorgánica de la circulación vehicular, y encima corriendo a toda velocidad. "Como si se tratase de una carrera", comento en voz alta. "Es una carrera", replica un señor gordo parado en la esquina junto a otros transeúntes –demasiada flexibilización inorgánica de circulación de personas-, a quienes creía esperando el cruce del semáforo y resulta que ahora caigo en la cuenta que son espectadores del rallye La Plata-París, según reza en un volantito bilingüe mal impreso y peor redactado, con un francés de jardín de infantes, que me alcanza el señor gordo para que me entere. "Qué mal nos hace quedar este intendente frente a los franceses" –exclamo indignado mientras arrastro a mi mujer hacia un lugar más seguro, porque los coches de carrera vuelcan, dan espectaculares trompos en el aire, pasan rozando las cabezas de todos. Cruzamos una plaza, entre arbustos, por senderos estrechos. No me decido a cuál de las esquinas dirigirme, porque imagino que el circuito debe abarcar gran parte de la ciudad, y así es, debemos volver una y otra vez sobre nuestros pasos, a riesgo de cruzar una calle y que nos arrolle un bólido. Por fin, una diagonal –el diagonal, como dicen los platenses- parece liberada, pasan vehículos normales, a ritmo normal. Un grupo de señoras, respetando distancia prudencial, hace cola frente a un poste. Pregunto si se trata de la parada de un colectivo. De una combi, me informan. Y cuyo trayecto incluye el destino de mi mujer. "Bárbaro, zafamos", le digo mientras me ubico en la cola. Pero a ella justo se le da por ir al baño. A una oficina de la AFIP que se encuentra unos metros más adelante. Siempre es así, recuerdo una vez en el aeropuerto Charles de Gaulle –de nuevo París, qué coincidencia- le agarraron ganas a último momento, a minutos de abordar, y casi perdemos el avión, unos nervios me agarré. Para colmo de males, no bien se va, empieza a desordenarse la cola, circula un rumor que la combi cambió de parada, debido al rallye. El grupo se dispone a trasladarse, y yo no sé qué hacer. Decido seguir a las señoras, pero mirando constantemente hacia atrás, a ver si mi mujer sale de la AFIP. Trato de no perder el lugar porque además, en el revuelo, se suman personas que no estaban en la cola. Entre ellas dos monjas. Hago los cuernos, me toco el huevo izquierdo (práctica incorporada a posteriori de las instrucciones a mi hija menor) no bien las veo. Las monjas intentan sobrepasarme, me les interpongo. Una vieja que advierte la maniobra me reprende: "Deje pasar a las hermanitas". "¿Hermanitas de quién? –replico- ¿De la concha de su hermana?". Enseguida entiendo que me pasé de la raya, la repulsa de todas las señoras es unánime. Veo a mi mujer salir de la AFIP, mira para todos lados, le hago señas, le grito, no se percata. Igual creo que ya es tarde, que por mi exabrupto no van a dejar que suba a la combi.
Quizá las monjas no sean el Diablo, pero que traen mala suerte, seguro.