13/06/20
Quizá me esté volviendo conservador, dicen que con los años eso sucede. Yo mismo lo notaba de joven en gente grande, personas que tomaba como referentes en lo artístico, no cualquiera, y me preguntaba ¿cómo puede ser que un tipo sensible, talentoso, inteligente, piense así? Y ahora resulta que me pasa a mí, que no puedo entender cómo ese señor gordo viste de idéntica forma que lo haría en el patio de su casa, y no estamos en el patio de su casa, de ninguna manera.
El señor gordo es el ideal de un dibujante cómico costumbrista de los de antes: camiseta musculosa con agujero que deja entrever los vellos de su enorme panza, piyama a rayas con manchas varias y trajinadas pantuflas. Marcha lo más campante entre un grupo de personas –apenas un poco más cuidadas que él- comentando a los gritos que este sábado a la noche comerán de entrada un flor de fiambre alemán.
Otra inconducta más, porque sugiere que se reunirán en plena cuarentena. Y si no guardan distancia social ahora ni llevan barbijo, menos se van a cuidar esta noche en la cena, descarto.
Para hacer honor a la verdad, no se trata sólo de ese pequeño grupo de amigos, es casi una multitud la que marcha amuchada y sin tapabocas, tal si saliesen en manada de una estación de tren, como ser Retiro. Pero no, Retiro no, porque precisamente lo que yo estoy buscando es Retiro. Lo cual daría para otro nivel de interpretación (¿qué tipo de retiro puedo buscar yo, si vivo retirado, ni el mundo me necesita a mí, ni yo necesito del mundo...?), pero no es momento para detenerme en elucubraciones de ese tenor, ya que el análisis del sueño dentro del sueño, constituiría asimismo materia de análisis en la vigilia.
Lo lógico sería marchar en igual sentido que la muchedumbre, pero por un lado significaría ir a un contagio seguro, y por el otro, como dije, es probable que bajasen de un convoy, por lo que debería enfilar en dirección contraria.
Ni pensar en preguntar, al contestar me escupen micronésimas gotitas de saliva y también soy hombre muerto.
Decido la contramarcha, más por seguridad que por certeza. Avizoro al frente lo que parece ser el fin de la urbanización, con túneles y autopistas. Y a mi derecha un barrio pobre... Una villa, pongámoslo en el término usual, que bien podría ser la 31, cercana a Retiro. Se abre una callecita en la que veo perros y carros de cartoneros. Dudo si tomar ese rumbo, pero una señora se encamina para ahí, lo que me da confianza. La sigo. Rápidamente cambio de parecer, porque la señora entra en una casa situada al inicio de la villa.
Me queda ese fin de la civilización en el que se abren tres pasajes bajo nivel. Al igual que en los cuentos antiguos y en las obras de Shakespeare, me veo obligado a escoger. Si fuese a guiarme por El Mercader de Venecia la opción correcta sería el túnel que parece abandonado. Ni loco me meto ahí. El segundo es claramente vehicular. El tercero luce lleno de carteles luminosos, tipo entrada de galería o de cine. Opto entonces por el cofre de oro, a sabiendas que puede resultar engañoso.
Por el contrario, en un principio supera mis expectativas. Se trata de una boca de subte. Digo en un principio porque no tarda en acaecer el desencanto y el retorno a la desorientación. En un muro, un mapa digital muy completo exhibe con todo detalle, haciendo zoom periódicamente, estaciones, calles y avenidas que las atraviesan. No reconozco nada. Ni línea, ni estaciones, ni terminales, ni calles ni avenidas ni nada. Extrañísimo, porque me sé de memoria la red de subtes de Capital.
Milagrosamente diviso apoyado en una pared, entre la multitud desaprensiva que ingresa al andén, a un señor con barbijo. Un señor dignamente vestido, no como el gordo de la camiseta. Quizá su traje esté un poco gastado, propio de clase media empobrecida. Pero limpio, prolijo.
A medida que me acerco para consultarlo, noto sus ojos enrojecidos, su transpiración, el rostro ardiente, como si tuviese fiebre. Tose detrás del barbijo. Sostiene un cartel hecho a mano: "Por 20 pesos, le cuento cómo me contagié".
No tiene suerte en la empresa, nadie parece querer escuchar el relato.
Yo tampoco.