20/06/20
Tan trivial y feroz como lugar común resulta, que cualquier intento de disimularlo revelaría de inmediato la impostura. Por lo que no queda otra que escupirlo de una, sin respirar ni ahorrar saliva, a la cuenta de tres... no le tengo miedo a la muerte sino al sufrimiento.
Cualquier hijo de vecino que se pretenda avispado retrucará que es lo que dicen justamente quienes temen a la muerte.
Me interesa tan poco la opinión de los hijos de vecinos...
Sé muy bien todo lo que he coqueteado con esa señora. Y cómo ahora, que anda rondando mi puerta, la ignoro histéricamente.
No así al sufrimiento. Altri tempi, cuando se disparaba la frase, el sufrimiento tenía categoría de abstracción, podía venir de cualquier parte, presentarse bajo cualquier forma. Ahora cobró carnadura merced a la pornográfica fruición con que lo describen los diarios. Un sufrimiento concreto de asfixia boca abajo en una cama de hospital con suerte, lejos de todos y todo lo entrañable, de lo que es tuyo, de aquellos y aquello en los que sos, te reconoces.
Como una femme fatale, demasiado sacrificio de otros amores pide la muerte para entregarse a mis brazos. Que se vaya a cagar. Me cuido bien de no encontrármela en estos momentos. Ya habrá oportunidad, si baja sus exigencias, de volver al juego de seducción.
No piensan así estos viejos, en este pueblucho de provincia, en esta cola de banco, donde se arrojan mutuamente, a centímetros unos de otros, con toda premeditación y alevosía, sus pútridos alientos a la cara, a semejanza de un juego, aquellos de pibes, el de quién mea más lejos o se tira el pedo más estruendoso.
Los observo de lejos, estoy en la misma cola. Obligado. No sé qué le dio a mi mujer por pedir el saldo de la cuenta por ventanilla, tal como se hacía en el siglo pasado. Dice que peregrinó por varios cajeros automáticos, y estaban rotos. "¿Fuera de servicio?"- intento aclarar. "Rotos"- repite con contundencia irrefutable. No me convence. Su padre era empleado bancario, y sospecho que juega en ella la nostalgia por épocas fenecidas.
Me pone muy nervioso entrar al edificio de arquitectura monumental, de los que imponen respeto, no esos aguantaderos de plata de ahora, de modo que la espero en la puerta.
Regresa sin el saldo, vaya a saber por qué. No me lo explica o lo hace confusamente. Cruzamos a una plaza que bien podría ser la de Zárate, mi ciudad natal. Le pido que me espere allí, que voy a probar en otros cajeros automáticos. Pero me retiene, porque justo cuando se lo estoy diciendo divisa a una amiga que me quiere presentar.
La veo yo también, saludando con efusión de lejos, con perturbadores pechos que se agitan por la premura en acercarse y con una panza que indica preñez.
En los vulevú de la presentación cometo la torpeza de mencionar su estado. "Todos engordamos en cuarentena", me replica, mirándome fijo a los ojos, como si quisiese engullirme.
Recién ahí caigo en la cuenta de quién se trata...