Tengo que confesar un feo hábito. Gasto a los vendedores telefónicos.
Son laburantes, no se lo merecen, ya sé. Pero también es cierto que te rompen la paciencia, que llaman en los momentos más insólitos, que están entrenados para resistir las negativas más amables. Gastarlos es preferible a lo que hacía antes, que era mandarlos a los gritos a lugares un tanto ofensivos.
Mi forma de burlarme varía con lo que me inspira cada interlocutor. La presentación de los vendedores es calcada, te saludan, se identifican con nombre y empresa y te preguntan con quién tienen el gusto de hablar. Yo puedo, por ejemplo, hacer un largo silencio que desconcierta al otro, hasta que emito un aullido espeluznante. Esa la uso con los tipos, porque las mujeres son más impresionables y temo provocarles un infarto. Ahora, de rotura de tímpanos no me hago cargo. Son gajes del oficio y deberían estar cubiertas por aseguradores de riesgo de trabajo.
En otras ocasiones, contesto amablemente, dejo que se explayen, hasta que quieren averiguar mi compañía de telefonía celular (en el 90 % de los casos, se trata de eso). Entonces yo replico interrogando sobre la marca de ropa interior que usan. Obvio que no entienden nada. Ahí es cuando paso a explayarme yo... considero que si me hacen una pregunta de índole personal, como la compañía de teléfono por la que he optado, tengo el derecho a que me correspondan con otra confidencia.
Ha pasado también que niego ser el titular de la línea, pero que enseguida lo llamo y los dejo esperando hasta que se cansan y cuelgan.
Cuando el celu te identifica el lugar de la llamada -Córdoba, pongamos por caso- les pido me comenten cómo está el tiempo allá, cómo los trata la pandemia, si los gorilas también se contagian.
Mi otro truco es el de las voces. Puedo citar la del correntino que no entiende bien lo que le dicen, o la del payaso que habla en verso. Esta última la uso con los de Movistar:
-¿Con quién tengo el gusto de hablar?
-Con el payaso Movistar, que si no cortás, te manda a cagar.
Recuerdo una operadora que se descostilló de la risa, y la seguimos un rato más. Buena onda la mina.
Ahora, el de esta mañana, rompió todos los esquemas.
Por empezar, la charla fué presencial. Lo hice subir al altillo y lo dejé que expusiese su propuesta. Se trataba del conocido esquema de venta piramidal de productos. Yo debía comprar un stock importante para comenzar, y al tiempo que vendía, reclutar a otros vendedores. A medida que éstos crecían en número, mis compras se abarataban pasando yo a proveerlos directamente, o sea me convertía en mayorista. Me mostré muy interesado y hasta entusiasmado por el negocio, lo que provocaba que el tipo se embalara más y más. Hasta que llegó el pero... Le revelé que yo estaba en proceso de fallecimiento, por lo que no podría hacerme cargo de la tarea por el momento. Una vez muerto, sí, porque iba a tener la libertad de movilizarme por donde quisiera, sin que me pidiesen permiso de circulación. Lo despedí en la escalera del altillo, haciéndole prometer que me contactaría no bien viese mi nombre en las necrológicas. Llamé a mi mujer para que le abriese la puerta de calle. Desde arriba, oí que el caradura intentó encajarle los productos a ella, mintiéndole que ya había arreglado conmigo y que eran doce mil pesos. Bajé justo cuando mi mujer, que siempre está dispuesta a pagar, le estaba entregando el dinero.
Arrebaté el fajo de las manos del tipo, y le espeté:
-Se lo dije bien clarito. Una vez que me muera, no ahora.