El calor seco de Madrid era algo que casi todo el que había pasado tiempo en la ciudad, sabía que no se podía evitar. Aquel año 2014, en particular, casi se podría decir que el otoño venía con retraso; aunque llegase oficialmente en pocos días. Sin embargo, lo primero que pensó Lorena Díez de Sanmillán al entrar en coche en la capital aquella tarde de mudanza fue:
«Qué diferente es todo esto».
Por enésima vez, añoró su Zaragoza natal por puro impulso y estuvo tentada de pedir a su padre que diera media vuelta al coche y recorrieran todo el camino en sentido contrario. Aunque, por otra parte, sabía que allí sólo le esperaba el amargo sabor de la derrota y la humillación. Mientras el coche se deslizaba por las abarrotadas calles, Lorena observaba el ir y venir de la gente con cierto hastío y no podía dejar de pensar en si hubiera podido cambiar algo de todo lo ocurrido en los últimos meses, de haber querido. En el fondo, siempre llegaba a la misma conclusión.
No, porque no estaba en su mano.
Lorena Díez de Sanmillán había sido una acomodada jovencita zaragozana toda su vida. Sus padres dirigían una de las compañías de servicios de diseño y asesoría industrial más reconocidas de toda la mitad este del país; lo cual, sumado a una cuantiosa herencia derivada de la venta por parte de su difunto abuelo paterno de la antigua fábrica familiar a las afueras de la ciudad, les había permitido hacerse un hueco en la alta sociedad aragonesa desde hacía varias décadas.
Sin embargo, a sus diecinueve años escasos, la joven princesa había descubierto con amargura lo que significaba que tu príncipe siempre soñado te traicionase de la peor manera posible.
Había sido a finales de mayo, poco antes de que empezasen los exámenes finales de primer curso de Veterinaria en Zaragoza. Después de dos años de relación con Víctor Almansa, el chico más codiciado de su clase y su instituto desde que a todos se les revolvieron las hormonas y pasaron a ser hombres y mujeres en vez de críos que se perseguían y se tiraban de los pelos en el patio del colegio, una Lorena orgullosa de ir colgando de su brazo había descubierto la verdadera cara del soltero de oro de la ciudad.
Y es que, otra cosa, no: pero resultaba que el pasatiempo favorito de Víctor de los fines de semana que no salía con ella, por cualquier excusa, era dedicarse a perseguir faldas ajustadas y escotes apretados por todos los rincones de la ciudad. Incluyendo, para mayor dolor de la afectada, varias de aquellas a las que consideraba sus mejores amigas. Decir que aquello había sido un golpe bajo, en opinión de Lorena, era quedarse de más de corto.
—Eh, cielo —la llamó entonces su madre, Hortensia, desde el asiento del copiloto y girándose apenas para enfocarla con un ojo verde intenso—. ¿Estás bien?
Lorena se giró con rapidez y el rostro tenso. Al ver el rostro preocupado de su madre, tragó con dificultad el nudo que tenía en la garganta y asintió con rapidez, sin perder su postura apoyada contra el cristal.
—Sí, estoy bien. No te preocupes, mamá —trató de tranquilizarla.
Aun así, su madre la miró fijamente durante un par de segundos antes de suspirar y tenderle una mano que la joven aceptó; tratando, con esfuerzo, de que las lágrimas no asomaran a sus ojos cuando los dedos con arrugas incipientes de Hortensia se apretaron sobre los suyos.
—Ya llegamos —dijo entonces la mujer más mayor, señalando al frente con la cabeza.
Lorena, por su lado, se inclinó hacia delante en cuanto escuchó aquello; con una extraña curiosidad anidada en la boca del estómago que se sumó a la anticipación de volver a ver al único residente de Madrid al que conocía como si fuese una extensión de ella misma. Por supuesto, eso hizo que enseguida esbozase una sonrisa involuntaria que su madre pareció apreciar; porque le apretó la mano con más afecto todavía antes de girar la vista al frente.
Lorena siguió su mirada y oteó la enorme avenida rodeada de altísimos edificios de estilo antiguo. ¿Siglo XIX? ¿XX? La zaragozana no estaba segura, pero tampoco formuló la pregunta en voz alta. Sobre todo porque, un segundo después, su padre se movió un par de carriles hacia la derecha y se aproximó a un tramo de acera donde aguardaba una figura muy parecida a Lorena; aunque en versión masculina, con el cabello castaño claro revuelto y grandes ojos a juego.
La joven sintió su corazón saltar al verlo, pero no fue nada comparado a la taquicardia en cuanto aparcaron y pudo por fin salir del coche, aunque fuese en doble fila. Sin pensar, Lorena se refugió en los brazos abiertos de su hermano mellizo en cuanto este se los ofreció, estallando en un llanto irremediable cuando él la rodeó y enterró a su vez la nariz en su larga melena avellana.
—Fran...
A sus espaldas, Hortensia suspiró de forma casi imperceptible y sus ojos se cruzaron con los de su hijo varón, intercambiando ambos un leve gesto de entendimiento que pasó desapercibido para la llorosa recién llegada.
—Eh, venga, Lo —la llamó él entonces, separándose apenas con media sonrisa de bienvenida punteando sus labios—. Venga, no me llores más ¿eh? Que ya estamos juntos y todo va a ir bien.
Ante su cariño genuino, la aludida no pudo menos que devolverle el gesto, agradecida entre las lágrimas. Cuando Fran sonrió más ampliamente, ella asintió y se dejó tomar por los hombros para avanzar. Mientras tanto, los dos progenitores se encargaron de terminar de sacar el equipaje del maletero. Una vez en la acera, el Francisco más mayor y padre de las criaturas ‒Paco para los allegados, y para diferenciarlo de su hijo‒ se dirigió de nuevo hacia el asiento del conductor para ir a aparcar y los otros tres se encaminaron despacio calle arriba, tirando cada uno de una maleta.
El portal de su nueva casa se encontraba a apenas cincuenta metros de distancia de donde se habían bajado del coche, pero Lorena lo observó con aire crítico y curioso al mismo tiempo. Como todas las puertas de la avenida, esta tenía un enrejado negro con detalles metálicos frente al cristal, dando paso a un recibidor pulcro que a la chica se le antojó casi un túnel de lo largo que era. Al fondo del mismo, en el centro del gran hueco ocupado por las escaleras de subida y bajada del edificio, se ubicaba un discreto ascensor de talla mediana. En él consiguieron adentrarse los tres, algo apretados por los grandes macutos que llevaban todas las pertenencias que la recién llegada había querido empaquetar para su primer viaje a Madrid, antes de que Fran pulsase el botón del cuarto piso y las puertas interiores se cerraran.
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Editado: 10.12.2024