Cuando baje el sol de enero (estaciones #1)

5. La teoría

El primer día de clase en su nueva facultad, Lorena se esforzó por llegar lo más puntual posible. Se despertó temprano, desayunó con sus dos compañeros de piso y su hermano en un ambiente bastante animado a pesar del trasnoche de algunos, se duchó y se vistió con ropa ligera dada la cálida temperatura exterior. Se arregló sin exceso, cogió su macuto con el material básico de estudio y se dirigió hacia la calle acompañada por Fran y Hernán. Como ellos tenían clase a las ocho y media y había un autobús que les dejaba en la puerta de la facultad, además de terminar el recorrido cerca de Veterinaria, a pesar de que ella no tenía clase hasta las diez la mujer decidió ir con ellos; sobre todo, para no perderse antes de empezar siquiera su aventura como estudiante de la capital.

El autobús F, en efecto, se podía coger en varios puntos de la avenida, desde la elevada rotonda de Cuatro Caminos hasta el metro de Guzmán el Bueno que daba paso a la ciudad universitaria como tal. Como su tarjeta de "abono transportes" todavía iba a tardar unos días en llegar a su buzón, Fran le había enseñado el día anterior a su hermana dónde comprar billetes en papel para moverse en transporte público hasta que pudiera usar dicho abono mensual. Pero la mujer sintió casi un placer culpable cuando picó aquel tiquecito blanco-rosado y la máquina se lo devolvió con un crujido y un pitido. No es que en Zaragoza nunca hubiese montado en autobús, al contrario; pero de repente era como si todo lo que hiciese en Madrid fuese parte de una aventura excitante y diferente.

—Oye ¿ese no era tu colegio mayor? —preguntó, curiosa, al bajar a toda velocidad por una calle que a Lorena le resultaba familiar.

De hecho, al dirigirse hacia la parada, la joven quiso tener un vago recuerdo de haber pasado por aquella zona en marzo de camino hacia la antigua residencia de su hermano, pero sus sospechas sólo se confirmaron cuando este asintió con una sonrisa y cierta expresión nostálgica.

—Sí, ahí está. Un buen comienzo de experiencia en Madrid —bromeó, haciendo que Hernán también sonriese con comprensión.

Lorena no captó el chiste, pero no le importó. Sin quererlo, durante aquella segunda noche en la capital, algo en ella había decidido dejar atrás el pasado de forma definitiva y encarar el futuro con toda la asertividad posible. De hecho, como Fran había dicho el sábado, la joven esperaba que pronto los secretos de la vida en la ciudad se fueran desvelando para ella y le hicieran sentirse parte completa de la ciudad. Así, cuando varios minutos después su hermano y Hernán se bajaron en su parada frente a un enorme edificio de ladrillo rojo y hormigón, la joven los despidió con la sonrisa y se acomodó en un asiento que acababa de quedarse libre junto a la puerta. Dado que su parada era la última del trayecto, apenas una decena de persona se bajaron con ella del autobús. Sin embargo, nada más pisar la acera y mirar a su alrededor, Lorena se sintió repentinamente perdida de nuevo. Las imágenes que recordaba haber visto de su facultad no se parecían en nada a aquel gran edificio de ladrillo que se veía bastante nuevo, incluso a pesar de los esporádicos grafitis repartidos por las paredes más cercanas.

Como primer impulso, por supuesto, la joven miró Google Maps para comprobar que no se había equivocado y casi se sintió idiota al comprobar dónde estaba su error: fuera como fuese, la facultad de Veterinaria de la Complutense estaba al otro lado de la carretera. Lorena suspiró, se guardó el móvil en el bolsillo lateral del vaquero y echó a andar en la dirección que creía correcta. Primero, cruzó la pequeña calle por donde el autobús ya se alejaba a su derecha y llegó a un gran aparcamiento descubierto delante de la que comprobó que era la Facultad de Historia y Geografía. Lorena apretó el paso al ver a algunos grupos de estudiantes de aspecto camorrista cerca de la puerta, aunque nadie pareció reparar en su presencia. Acostumbrada al ambiente de alta cuna en el que se había criado en Zaragoza, sin querer todavía había ambientes y gente a la que la estudiante novata rehuía por puro impulso. Por enésima vez, también se recordó que ya no estaba en su ciudad natal y tenía que dejar muchas cosas atrás, aunque le costase.

Pasado el primer aparcamiento, de cualquier forma y por si acaso, Lorena volvió a sacar el móvil y miró hacia dónde se tenía que dirigir: todo de frente, pasando los pinos que se alzaban unos metros más allá. Así, tras alcanzar el lugar y cruzar por un pequeño camino asfaltado entre los árboles, la mujer se encontró frente a frente con el comienzo de la autopista que salía de Madrid en dirección noroeste; al otro lado de la cual le alivió ver su ansiado destino, gris recortado contra el verde del bosquecillo circundante y el azul violáceo del cielo matutino. Por un instante, la joven estudiante se sintió algo insegura de cómo continuar o por dónde cruzar la bulliciosa autovía. Al menos, hasta que otro autobús llegó y frenó unos metros más allá; ahí, Lorena comprobó como muchos de los hombres y mujeres de su edad que salían de la enorme estructura azul se dirigían hacia el norte y comenzaban a subir por una estrecha pasarela de metal verde y suelo asfaltado que pasaba por encima de los coches. Suspirando, la zaragozana contuvo un gemido y se dirigió hacia allí a su vez. No le gustaban demasiado las alturas y de hecho sufrió un poco al notar el aire correr a su alrededor mientras cruzaba, pero una vez al otro lado se permitió expulsar todo el aire de sus pulmones antes de mirar a su alrededor. Fuera como fuese, había llegado.

Algo más tranquila y comprobando que todavía tenía casi tres cuartos de hora hasta que sus clases empezaran, Lorena se dirigió con paso resuelto hacia el camino que se abría a su derecha, cruzando otro gran aparcamiento antes de alcanzar el edificio de color gris y amarillo cuyo frontal rezaba: "Facultad de Veterinaria". El interior del recibidor, a juego con el exterior, era sin duda más fresco que el exterior y lo que veía Lorena tenía forma de "T" con ventanillas en ambos laterales. Tras comprobar que el cartel que rezaba "Secretaría" estaba a su derecha, la joven giró hacia allí, aunque frenó un poco cuando vio que no había nadie frente a la ventanilla. En el interior, a unos metros de distancia, sólo había un hombre joven sentado de espaldas a ella.




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