Era una tarde de nevada a inicios de año, allí por los años 80's, un pequeño auto blanco deportivo atípico Saab 900 Turbo hacía acto de presencia en una carretera de Yellowknife Canadá, a bordo de dos personas que pronto se convertirían en tres. El pequeño auto viajaba rápido, seguro y bien equipado para llegar lo más pronto posible a un hospital.
—No llegaremos a tiempo, Joseph, ya no puedo más —decía la mujer rubia de rizos desalineados y esponjosos, desesperada porque acabase el dolor.
—Amor, debes aguantar, ya llegaremos —contestó atormentado el hombre de cabellos castaños y un copete desalineado, nervioso por tratar de conducir lo más rápido y con cuidado posible.
—Me siento muy cansada y adolorida... —se quejó la mujer— si sigo aguantando más tiempo, siento que moriré.
—Walda, no digas algo así por favor, traerás a nuestro pequeño al mundo —dijo el hombre, abrumado por tranquilizar a su mujer.
El auto estaba llegando a un lugar estrecho de muchos árboles de Tamarack y Abetos cubiertos de blanca nieve cuando la mujer gritó:
—¡Joseph, detente!
—No puedo, de lo contrario no llegaremos a tiempo —respondió el hombre muy concentrado.
—No hay tiempo, el bebé ya viene —gimoteó ella con una voz quebrada y desesperada—, no soporto más... ¡detente ahora mismo!
Sin más remedio, Joseph detuvo el auto en una orilla cubierta por las copas de los árboles vestidos de blanco. Estiró su brazo para tenderle la mano a su desesperada mujer que buscaba acomodarse en la parte trasera del pequeño Saab, en una posición maso menos cómoda para dar a luz y recibir con decencia a su bebé.
—Joseph, ayúdame por favor —dijo, respirando agitada y con miedo.
A pesar de que ese era su cuarto parto, Walda, tenía miedo porque nunca imaginó dar a luz en la parte trasera del auto de su marido y en pleno frío de los primeros días del mes de enero.
Joseph, que estaba adelante en el manejo del auto, rápidamente salió y se introdujo de nuevo en la parte trasera para ayudar a su mujer que estaba agitada y con razón.
—¿Qué hago, mi amor? —le preguntó él, ignorante en el asunto.
—Rompe las licras y mira si la cabeza se comienza a ver —sollozó la mujer, echó la cabeza hacia atrás y como pudo respiró.
El hombre con una navaja que tenía en la guantera, estiró el brazo y la tomó para romper con cuidado las licras rosas que su mujer tenía puestas y combinaban con el corto vestido de flores estampadas y los calentadores en sus piernas. Joseph observó que la cabeza del bebé se estaba comenzando a asomar al exterior.
—Mi amor, ¡lo puedo ver, nuestro bebe está saliendo! —exclamó emocionado y asustado a la vez—. ¡Puja, Walda, puja!
Insertando las uñas en los asientos traseros y el delantero, Walda respiró hondo y con una cortina de sudor sobre su rostro y el contorno de la columna, ella comenzó a pujar con fuerza, alentada por su marido.
Joseph se quitó su chaqueta bomber de color verde y satín azul para cubrir al bebé cuando lo tuviese en sus brazos. Mientras tanto, ayudaba a su mujer a colocar las piernas abiertas para que el bebé saliera más pronto.
El tiempo comenzaba a correr y ella seguía en esa misma posición, hasta que, Walda decidió respirar una última vez, profundo y con más fuerza; estaba cansada y tenía una pequeña esperanza en que quizás así su bebé saliera de sus entrañas más pronto.
—¡Te juro, Joseph, este es el último hijo que voy a tener en la vida! —gritó Walda, pujando con tanta fuerza que se le dilataron los ojos, producto del dolor que experimentaba.
Su marido la ignoró debido al pequeño humano ensangrentado que por fin salía al exterior y él lo agarró para cubrirlo con su chaqueta. Con expresión triunfante, este exclamó:
—¡Ya nació, Walda! ¡Nuestro bebé ya nació!
Walda se permitió dejar caer su peso en la otra puerta del Saab para retomar aire y fuerzas, pues estaba agotada y muy sudorosa.
—¿Está bien? ¿Es niña o niño? —inquirió con una sonrisa lánguida.
—Eh... creo que sí, es un varón, me has dado otro niño, Walda.
Entregó al bebé en los brazos de su madre agotada y con una película de sudor que cubría la frente pálida de la triunfante madre. De un momento a otro, ella dejó de sonreír al tomar en sus brazos al recién nacido y frunció el ceño muy asustada, presintió que algo no estaba bien.
—¿Por qué no llora el bebé? —cuestionó ella casi en un susurro. Miró a su marido a los ojos con un filtro de miedo puro—. ¿Por qué no llora?
—Tranquila Walda, aún no he cortado el cordón umbilical —dijo de inmediato el hombre tratando de restarle importancia para que su mujer no se exaltara, sin embargo, era en vano.
—¡Apresúrate, Joseph! —exclamó Walda, revisando al bebé.
Joseph estaba pasando por el fuego de un encendedor la hoja de la navaja para cauterizarla, lo hacía con ahínco y nerviosismo, pues también el miedo de no escuchar el llanto de su tercer hijo varón y el cuarto de todos sus hijos se estaba apoderando de su raciocinio. Sabía de sobra que los niños al nacer debían llorar.
Por fin la navaja estaba caliente y limpia de gérmenes, lista para cortar el dichoso cordón que Walda esperaba con ansias para escuchar el llanto de su pequeño. En menos de tres segundos el cordón ya no unía a la madre con su pequeño y Walda le colocó una horquilla de cabello en el resto de la tripa, aun así, el silencio seguía reinando en el pequeño Saab.
—¿Qué sucede, Joseph? —inquirió Walda, temerosa y con lágrimas recorriendo sus ruborizadas mejillas.
De los pequeños labios de la pequeña criatura no se emitía ningún sonido audible. Eso provocó que las garras del miedo le presionasen el pecho a Joseph.
—No lo sé... —respondió él de inmediato—. Conduciré lo más rápido posible para llegar al hospital —concluyó con rapidez para no perder la esperanza, para no soltarla.
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Editado: 13.12.2023