Al día siguiente, estuve tan ocupada que no me dio tiempo a pensar mucho en aquella casualidad tan extraña.
Las cosas fueron bien. No me pusieron pegas en el hotel y la tarde con mi hermana fue bastante agradable. Volví a casa de Pedro sintiéndome optimista.
Él había salido antes que yo por la mañana, por lo que seguía pendiente decidir lo que íbamos a hacer. Yo quería quedarme allí, a pesar de lo que me había relatado, y esperaba que él también. Teniendo eso claro, me dediqué, mientras volvía Pedro, a reflexionar acerca de mi sueño.
¿Eran suficientes las similitudes como para contemplar siquiera la posibilidad de que se tratase de algo más que una casualidad?
–Las casualidades existen, Sofía.
Me giré. Me hallaba en la cocina bebiendo un vaso de agua y, milagrosamente, no cayó al suelo. Milagrosamente, tampoco grité. Había un hombre allí, en la puerta.
–¿Cómo ha entrado aquí?
–Ya estaba aquí, en el estudio de Pedro. Simplemente, no te has dado cuenta.
–He mirado en el estudio. En todas las habitaciones. No había nadie.
–No habrás mirado bien. –Ni él ni yo hicimos por acortar distancias–. Como te decía, las casualidades existen. Prueba de ello es que os hayáis encontrado.
La puerta de la calle se abrió y entró Pedro. Al ver al hombre, se quedó reparado —en guardia, podría decirse— y me miró inquisitivamente, como intentando averiguar su relación conmigo. Debió de notar mi falta de respuestas, porque enseguida fue a dirigir sus pesquisas al intruso. No obstante, fue éste el primero en hablar.
–Veo que has encontrado a tu noche.
Sin dejar de sentir el miedo que me iba invadiendo a medida que lo veía reflejado en los ojos de Pedro, a pesar de que él intentaba disimularlo (seguramente para que yo no me asustara), recordé que una de sus canciones más conocidas se titulaba Hablo con mi noche, y me pregunté si guardaría alguna relación con lo que se acababa de decir.
–¿Qué es lo que quiere? –le increpó Pedro, sin moverse ni cerrar la puerta.
–Lo mismo que quería antes –respondió el hombre, con media sonrisa–. A ti. Bueno, ahora también a ella. No habríamos tardado en conseguirla, pero este encuentro casual –Me miró y amplió su sonrisa al pronunciar esa palabra.– vuestro nos ha facilitado increíblemente las cosas.
–¡Ey! Te alcé el brazo desde la esquina, pero no has debido de verme.
Nos volvimos y vimos la cabellera rubia y rizada de Irene, la cantante con la que estaba colaborando Pedro, asomando por encima del hombro de él.
Los dos nos quedamos sin saber qué hacer o decir. Sin embargo, ella no pareció percibir que hubiese interrumpido nada. Alternativamente, miró a Pedro y me miró a mí y, entonces, la cara alegre que traía desapareció y se puso seria.
–Chicos, ¿os pasa algo?
Entendí perfectamente que Pedro tardara en reaccionar. A mí me estaba costando evitar salir corriendo.
–Irene, este hombre… –empezó, señalando hacia la persona que acababa de ¿amenazarnos?
No iba a ser fácil explicar aquello.
–¿Qué hombre? –dijo la chica, mientras dirigía su vista hacia un punto indefinido en la dirección del brazo.