—Ahora quiero que me digas lo que te hizo ese sujeto.
Cuando Ezra llegó de la tienda, Valery y su hermano aún dormían. El idiota que se encontró lo puso de mal humor por lo que agradeció que así fuera para poder disfrutar del cómodo silencio en su hogar. No obstante, aquello no duró demasiado, veinte minutos después la chica se sentó a su lado, interrumpiendo su calma inicial ya que comenzó a hablarle sin parar sobre un loco sueño que había tenido en una playa cuando era niña. A él no le interesaba, pero la escuchó porque no tenía nada mejor que hacer. Al rato apareció Tomás reclamando que tenía hambre, así que prepararon sándwiches de pollo y comieron en un mutismo que siempre era interrumpido por la rubia. Que la universidad, que su carrera, que una chica en la biblioteca, Mariana y los chicos de la residencia. Monologó sobre todo, menos lo que Ezra quería saber, así que, cuando acabaron de comer, exigió una respuesta real.
—Yo... —se frenó.
—No puedo creer que te hayas quedado sin palabras, princesa.
—No es eso —respondió incómoda, viendo al niño jugando con bloques de lego—, es que no quiero que lo golpees.
Ezra suspiró, de seguro ese cabrón le había contado cosas que no eran verdad, o verdades a medias. Para él era mejor dejarlo así, aunque no negaba que moría por darle una paliza desde que lo vio en la tarde, evento que tampoco comentó.
—Bien, no me digas. ¿Vas a ir a tu casa o debo ir a dejarte a algún lado?
—Yo... no tengo a donde ir —respondió, mirándolo con ojos tristes. Ezra se sintió tan atrapado por un momento. No quería... pero tampoco podía dejarla sola.
—Puedes dormir en mi cama, te aseguro que no te violaré, ni te mataré, ni te tiraré a un barranco.
Valery pareció entusiasmarse, como si no hubiese oído nada después de cama.
—¿Lo dices en serio? —sonrió sorprendida—, ¿pero tú dónde dormirás? No quiero molestarte, Ezra, aunque te agradezco mucho...
—Yo dormiré con Tomás, no sería la primera vez así que no es molestia, Valery, deja de decir eso.
—Gracias, y gracias por no hacer ninguna de esas cosas de asesino en serie.
Ezra sonrió, Valery le correspondió, y en silencio firmaron un pacto de complicidad absoluta.
Tras ordenar la sala, se fueron a las habitaciones, él tenía que asear y acostar a su hermano, mientras que la rubia se dirigió al cuarto del mayor, tímida de pronto ante la idea de dormir en una cama extraña. Lo esperó allí, sentada sobre el colchón sin saber que hacer, sin pijama, sin ropa. De pronto le pareció una muy mala idea, pero tenía miedo. Miedo de que Gastón volviera a encontrarla, que la tomara así de brusco y la observara con los ojos desorbitados de la rabia. No quería que le gritara otra vez lo puta que era por hablar con otros chicos, por mirarlos incluso, o que le reclamara cada vez que utilizaba una falda demasiado corta para su gusto. No, ella no estaba dispuesta a soportar eso, no iba a ser una de las tantas mujeres que no se atrevían hablar. Ella no era tan tonta como Ezra pensaba.
Ezra. No sabía como agradecerle lo que hacía por ella a pesar de conocerla tan poco, se sintió mal por haberlo ignorado cuando le comentó lo poco conveniente que era Gastón. Claro que él tenía razón, y aún así estaba allí ayudándole cuando tenía que soportar un millón de cosas peores. Como invocándolo con el pensamiento, Ezra apareció frente a ella.
—¿Ya se durmió? —le preguntó.
—Sí.
—¿Por qué no te lo llevas de aquí? ¿Por qué no te vas tú?
A Ezra no le gustaban los curiosos, su vida le pertenecía y no le agradaba compartirla demasiado. Había sido un impulso de su parte el llevar a Valery a su propia casa, no tenía otro lugar a donde ir en ese momento, necesitaba llegar con su hermano. En cierta forma se arrepentía porque sabía que las preguntas vendrían, era inevitable, pero también pensaba que con él estaba segura. Conocía demasiado a Gastón y sus límites inexistentes para tener certeza de aquello.
—No vamos a tener esa conversación, Valery —respondió en cambio—. Te buscaré algo para que duermas.
—Gracias —se limitó a contestar.
Valery comenzó a quitarse la sudadera que llevaba en cuanto él le dio la espalda para rebuscar en sus cajones. Las noches de diciembre ya se sentían más cálidas y esa habitación en particular encerraba un calor sofocante. Claro que ella no pensó en que Ezra voltearía tan rápido, no pensó en las marcas de su desdicha, en las consecuencias insanas.
—¿Qué mierda tienes ahí? —espetó Ezra, tiró las prendas que había escogido sobre la cama y se aproximó a ella para percibir más de cerca el tono violáceo que adquirió la piel de sus brazos, los moretones que le cubrían las muñecas. Tomó una de ellas con delicadeza, aún así no pasó desapercibida la mueca de dolor que la rubia hizo cuando ejerció un poco de presión.