Los rayos de sol atravesaban la ventana de mi habitación. Mi respiración era pesada y mis ojos estaban húmedos por las lágrimas. Pasé las manos por mi cara. Al menos no había gritado esta vez. La tensión en esta casa ya era suficiente como para sumarles mis pesadillas.
Sentí mis ojos pesados la mayor parte de la mañana, como si no hubiese dormido en absoluto, pero ese era el problema, me había dormido sin tomar mis pastillas. Cuando atendía a unos clientes que buscaban recomendaciones de libros de Dark Romance, mi celular vibró en mi bolsillo. Ignoré lo que sería el tercer mensaje de Isabel antes del mediodía.
—Todo en Dark Romance pueden encontrarlos en estas dos filas. Ahora los más vendidos son estos tres: son bastante populares y ya solo nos quedan un par de libros en stock, aunque llegarán más en un par de semanas. —Las chicas que no deberían tener más de veinte, tomaron los tomos y comenzaron a examinarlos—. Personalmente no he leído ninguno aún, pero he visto en Goodreads que recomiendan bastante este de aquí. —Le señalé el libro cuyo título formaba una línea vertical—. Todo gira en torno al amor y la mafia. Según vi, tiene una redacción bastante buena y el estilo de la autora es fácil de leer.
Tras responder sus preguntas, me alejé para darles su espacio y que decidieran con calma. Llegaron más clientes que buscaban libros específicos y los ayudé también. Después de quince minutos la librería estaba vacía. En un sábado, no tardaría en entrar alguien más. El timbre de la entrada sonó, señal de un nuevo cliente.
Y así fue todo mi día. Lo más divertido fue cuando hice fotos y vídeos con algunos de nuestros libros más vendidos para las redes sociales de la librería. Logré un par de ventas a domicilio de esta forma y me sentí bien conmigo misma cuando envolví cada libro con la atención que se merecían. Aproveché mi hora de almuerzo para dejarlos en el servicio de paquetería que quedaba a la vuelta.
Aguanté los conqueteos del trabajador porque no me quedó de otra. De todas formas, nunca se sobrepasaba con sus palabras ni insistía demasiado. El celular que lo traía en mi cintura vibró y agradecí a quién quiera que llamara.
—No sé por qué te cuesta contestar un mensaje —protestó Isabel.
—Buenos días para ti también —le dije.
—Saludé en el primer mensaje. Si te molestaras en leerlo, lo sabrías. No tienes remedio, la verdad.
—¿Esta llamada tiene un punto o solo estás aburrida? —le pregunté. El trabajador me entregó las facturas que comprobaban el envío del paquete y toda la información para la entrega. Le agradecí y salí del lugar.
—Estoy aburrida, sí. Pero también quiero comprobar que no te eches para atrás. —Su voz sonó severa.
—Ya dije que sí, Isabel. Voy contigo y Miguel, seré el mal tercio —le confirmé.
—Te dije que podías invitar a alguien, pero no quieres.
—No hay nadie. Lo sabes. Además, dijiste que sería algo tranquilo. Sirven comida y hay pista de baile. Lo que necesito ahora mismo. Quizá ahí conozca a alguien y veremos qué pasa. Sinceramente, también lo necesito.
—¿Por qué lo necesitas? No me estás contando algo, Melanie Bethancourt.
Pues en eso sí que tenía razón. Le estaba ocultando mucho, cada cosa peor que la otra. Por más que necesitara a alguien con quien hablar, no podía poner a nadie más en peligro.
—Ni empieces. No oculto nada. No me he dado el tiempo para conocer a alguien, eso es todo. Creo que ya es tiempo.
—Sí, tienes razón. Conoce a alguien, diviértete sin compromisos si es lo que quieres. Vive.
Evité protestar porque solo alargaría su preocupación por mí y mi vida amorosa.
—Estaré ahí. Lo prometo. Seré la mejor mal tercio que alguna vez haya existido. Nos divertiremos. —Mis palabras parecieron tranquilizarla, porque suspiró.
—Está bien. A las seis. Te envié la ubicación. Revisa tus mensajes, por lo que más quieras. —Me pidió.
—Lo haré —respondí. Antes de que colgara, la llame por su nombre—. Gracias por invitarme.
—Siempre —dijo antes de colgar.
Pasaron un par de horas y cerré la librería. En un sábado normal caminaría dos o tres paradas de autobús solo por despejar la mente, pero ahora no tenía mucho tiempo. Cuando llegué a casa, me encontré con el olor a galletas incluso antes de abrir la puerta. Eso significaba una cosa: mamá visitaría al abuelo. La razón era bastante evidente: necesitaba esa distracción y compañía paterna mientras atravesaba de nuevo este mes.
—¡Mi reina! ¿Cómo te fue hoy? ¿Cómo estuvo la venta? —preguntó mientras se ponía el guante para horno. En unos segundos ya estuvo una bandeja llena de galletas de almendras en el mesón.