Cuando te pregunten por mí, cuéntales del día que aprendí a montar bicicleta, y de cómo quedaron mis rodillas después.
Diles que fue tu idea porque habías visto alguna película donde dos amigos andaban juntos en bicicletas y querías que nosotros fuéramos como ellos.
Que me prestaste tu bicicleta rosada con purpurina y una canasta llena de pegatinas de unicornio. También que me prometiste no soltarme mientras pedaleaba.
Cuéntales que esa fue la primera vez que traicionaste mi confianza. Háblales de mi cara de espanto cuando vi que no ibas corriendo al lado mío sujetando el sillín, y de mi primera caída.
Diles también, porque no todo fue malo, que me dijiste que estabas orgullosa de mí por haber hecho tanto tramo sólo. Que me besaste las rodillas y dejaron de doler tanto.
Déjales saber que luego de esa caída vinieron muchas otras, pero no les digas cuantas, sólo diles que me volví a levantar cada vez, y aprovecha para insertar una enseñanza para la vida, de esas que sólo tú sabes sacar de los momentos ridículos.
Háblales de lo feliz que me puse cuando pude dar una vuelta sin que me temblara el cuerpo entero, y de cuando fui cogiendo velocidad porque ya no temía caerme. Háblales de tus saltos y tus gritos, de mis risas y del sillín rosado.
Diles que aquella tarde fue la primera vez que te llevé a algún lugar. Contigo en la parrilla de la bicicleta, tus brazos bien agarrados a mi cintura y conmigo quejándome porque pesabas mucho.
Que te llevé a la heladería y Tommy nos regaló dos batidos de chocolate, porque yo fui un caballero al llevarte y tú fuiste una dama inteligente entrenándome para ser tu chofer.
Que unas semanas más tarde mis padres me compraron mi propia bicicleta, y ahora íbamos lado a lado por la calle, pero que yo seguía prefiriendo aquel sillín incómodo rosado, y tus brazos bien apretados alrededor de mi cintura.