Adaptación del cuento popular de Bulgaria
Érase una vez un campesino que se ganaba la vida cultivando hortalizas y frutas que luego vendía en el mercado. Con el dinero que obtenía, compraba todo lo necesario para sacar adelante a su mujer y a su hijo.
El hombre era muy feliz porque tenía una esposa estupenda y se sentía muy orgulloso de su hijo, un chico fantástico siempre dispuesto a ayudar en las duras labores del campo y a colaborar en todo lo que hiciera falta. Además de trabajador, el joven era muy educado, sensible y buena persona.
Tenía 28 años y el matrimonio creía que ya era hora de que conociese a la persona adecuada para casarse y formar su propia familia ¡Además, los dos estaban deseando ser abuelos!
Solo había un problemilla: el chico era muy tímido con las mujeres y todavía no se había enamorado nunca de ninguna.
El padre pensó que podía echarle una mano y se propuso encontrar una buena chica para su amado hijo. Un buen día, sin decir nada a nadie, cogió un enorme saco y lo llenó de jugosas ciruelas amarillas que él mismo había recogido la tarde anterior. Después lo metió en un pequeño carruaje que enganchó a su viejo caballo y se fue al pueblo más cercano.
Se dirigió a la plaza donde estaba el mercado y vio que estaba repleta de gente. Se situó en el centro y empezó a gritar como un descosido para que se le escuchara bien:
– ¡Cambio ciruelas por basura! ¡Cambio ciruelas por basura!
Aparentemente el campesino proponía un intercambio genial, así que como es lógico, todas las mujeres del pueblo empezaron a barrer y a limpiar sus casas para acumular la mayor cantidad de basura posible y cambiarla por fruta.
Imagínate la extraña escena: las señoras se acercaban al campesino cargadas con las bolsas, este las recogía, y a cambio les daba exquisitas ciruelas. Cuando terminaba, se subía al caballo, se iba a otro pueblo, buscaba la plaza más concurrida y repetía la operación.
– ¡Cambio ciruelas por basura! ¡Cambio ciruelas por basura!
La propuesta volvía a surtir el efecto deseado: todas las mujeres se ponían a recoger la porquería que tenían desperdigada por la casa, llenaban varias bolsas y se la llevaban al campesino, que muy generoso, les regalaba kilos de ciruelas ¡Para ellas el trato no podía ser más ventajoso!
Ocurrió que llegó a un pueblo en el que nunca había estado, y al igual que en las ocasiones anteriores, buscó el lugar donde estaba la muchedumbre y empezó a anunciar su oferta.
– ¡Cambio ciruelas por basura! ¡Cambio ciruelas por basura!
Una vez más las mujeres se pusieron a limpiar sus casas y salieron entusiasmadas con las bolsas repletas de desperdicios. Todas, excepto una preciosa muchacha que se acercó al campesino con una bolsita muy pequeña, más o menos del tamaño de un monedero.
– ¡Vaya, jovencita, qué poca basura me traes!
La chica, un poco avergonzada, le explicó:
– Lo siento, pero es que yo barro y recojo todos los días la casa porque me gusta tenerla bonita y aseada ¡Esto es lo único que he podido reunir!
El hombre intentó disimular su emoción.
– ¿Cómo te llamas?
– Mi nombre es Irina, señor.
– ¿Estás casada, Irina?
La chica se puso colorada como un tomate.
– No, no lo estoy; trabajo mucho y aún no he conocido a ningún chico que merezca la pena, pero sé que algún día me casaré y formaré una familia numerosa porque ¡me encantan los niños!
El campesino se quedó encandilado por su dulzura y tuvo claro que era la chica perfecta para su hijo, justo lo que estaba buscando ¡Su plan había funcionado!
Le cogió las manos con afecto, la miró a los ojos, y se lo confesó todo.
– Irina, tengo algo que decirte: he montado todo este tinglado de cambiar basura por ciruelas con el fin de encontrar una mujer buena y hacendosa. Tú eres la única que vino a mí con una bolsa pequeñita porque tu casa está siempre limpia y reluciente; en ella no hay basura acumulada y eso me demuestra que eres trabajadora, cuidas tus cosas y te preocupas por lo que te rodea.
– Ya, pero… ¿para qué quiere encontrar una chica como yo?
– Pues porque tengo un hijo maravilloso que está deseando casarse y formar una familia, pero el pobre trabaja tanto que nunca tiene tiempo para conocer muchachas de su edad. Por lo que acabas de contarme a ti te pasa lo mismo, así que creo que no sería mala idea que os conocierais.
– No, no sería mala idea…
– ¡Pues no se hable más! Te invito a merendar a mi casa ¡Me da en la nariz que os vais a caer muy bien!
– ¡De acuerdo! Me vendrá bien tomarme una tarde libre y hacer un nuevo amigo.
El hijo del campesino estaba podando unas rosas en la entrada cuando vio aparecer a su padre a caballo, acompañado de una mujer desconocida pero realmente hermosa. Al llegar junto a él, ambos se bajaron del caballo.