Noches largas

—Siempre fuiste sensible con los sonidos.

—No quiero dormir en este lugar —dice segura.

—Ya pagamos el alquiler, no me importa que tan pesada te vuelvas, acá pasaremos la semana vacacional.

La oscuridad llega, ya se marchó el atardecer. Por ahora se encuentra calmada, toma una taza de chocolate caliente, solo escucha grillos y la brisa que golpea los árboles. Esto la relaja, aunque igual se mantiene alerta. Entra al cuarto, el crujir de la madera le provoca escalofríos. Las aspas del ventilador giran con fuerza, su sonido se mezcla con la brisa, y hace la ilusión que una tormenta se desata afuera. Se asoma por la ventana asustada, pero solo ve tranquilidad. Su mente refleja algo distinto, se siente confundida y traicionada por alguno de estos sentidos. Decide enterrarse en sus sábanas, quizás pronto se acabe el ruido. Da vueltas, de un lado a otro. Los aullidos de los perros la sobresaltan. Se asoma de nuevo, nada cambia, la luz sobre la mesa del patio da una visión serena y pacífica de la noche. Escucha un portazo, busca nerviosa por la ventana donde pudo ser. Sigue sin ver nada. Un grito agudo acompañado de un estruendo seco le hace correr hacia la cama. «No pasa nada, no está pasando nada» repite. La noche siguió llena de ruidos, y temerosa por no saber de donde provienen no quiso volver a ver la ventana. Esperó hasta el amanecer para recorrer la casa.

—Escuchaste los ruidos de anoche —pregunta a su compañera en la cocina.

—Solo escuché al perro de al lado. —Ofrece una taza— ¿Quieres?

—No pude dormir toda la noche.

—Lo sé, tu cara te delata. Ya te acostumbraras.

—¿Por qué?

—Así es el campo, se escucha de todo, pero nada ocurre.

Toma la taza de café, luego de ese calor abrasador sube a su habitación.

El resplandor del sol parece una cobija, segura y relajante.

Y desde entonces comprendió que la noche es peligrosa, y solo puede dormir hasta que salga el sol.