Ese suelo rechinaba de viejo, las cortinas estaban sucias y duras por mantenerse en el mismo lugar tanto tiempo. Cada habitación repleta de polvo acompañaba cada lágrima mía. Recorrí todo de esa casona, nuestro cuarto, aquellos ositos victorianos tan hermosos que recostaban sobre nuestra cama, o de tus perfumes favoritos que los guardabas aun si se vaciaban sobre la cómoda. Caminé descalza sobre la alfombra y ante mi debilidad me fui obligada a utilizar el bastón otra vez. Al salir de allí, decidí despojarme de aquel sostén para caminar y sostener mi equilibrio en las paredes.
Repasé con la mirada las viejas pinturas del pasillo, mis manos temblorosas y arrugadas paseaban por cada pincelada seca y los detallados cuadros de madera tallada. Había uno, uno que amábamos, ¡Oh, cómo lo amábamos!... Porque ambos lo pintamos.
Lo acaricié con las yemas de mis dedos gastados y una sonrisa tétrica pero dulce de mí como anciana apareció; el paisaje en blanco y la pareja allí sentada mirando el lago congelado me saludaban, parecía. Mis dedos se iban hundiendo, pero no me importaba, mis manos, mis brazos, pero seguía sin importarme. También se hundía mi cara, mi cuerpo entero en ese cuadro se adentró.
Y yo era joven otra vez. Y estaba sentada contigo otra vez, mi amor. Sentados y mirando el lago congelado, mirando gorriones enriquecer sus nidos, mirando el cielo hacerse nocturno y el brillo incandescente de la luna, junto a muchas, millones de estrellas a nuestro alrededor, pero lo demás seguía blanco y frío.
No hablamos, tal vez porque no era necesario. Sólo seguíamos sentados allí, viendo estrellas fugases pasar, pidiendo el deseo de que nada nos separe. Viendo como la nieve comenzaba a derretirse con la despedida lunar y que el sol ocupaba su lugar. Y brotaban de la tierra flores que nunca vimos, tal vez imaginamos o soñamos, pero no dejaban de ser hermosas. Abejas que llegaban a polinizar y peces que asomaban sus bocas en busca de algún insecto en la superficie del agua, ahora descongelada.
Continuamos allí, sin dejar de respirar el aroma de algún pastel lejano.
Y no había gente, no hacía falta que hubiese alguien más.
Veíamos nuestras sonrisas tan puras, tan endemoniadamente dulces. Veíamos nuestras manos entrelazándose, nuestros anillos, nuestras promesas escritas en el aire.
"¿Te importaría si me quedo aquí contigo?"
Y no me contestaste. Tal vez querías decirme que no me quedara contigo, que volviera, pero tal vez no querías que me fuese.
Sería decisión mía entonces. Y no lo dudé, elegiría quedarme en este lugar tan inestablemente frío y soleado por siempre si estás aquí.
Ahora, otra vez la noche volvía, en esta oportunidad con nubes. Risueña me apoyé en tu hombro y tú en mi cabeza.
Mi cuerpo, el cual ya no me importaba, se fue durmiendo tembloroso contra el tuyo que también posaba sonriendo con los ojos en paz.
De haber sabido que en este lugar te volvería a encontrar hubiese vuelto a esa casona hace veinte años.