Cuentos de terror

El atajo

Ricardo había conducido mil veces por la misma carretera. Conocía cada curva, cada señalización vial, cada bache, incluso se atrevía a asegurar que conocía cada árbol apostado en los márgenes de la carretera. Conducía todos los días por allí. A las siete de la mañana para llegar al pueblo donde se desempeñaba laboralmente y a las siete de la noche cuando regresaba a casa.

A veces se preguntaba por qué demonios prefería conducir ochenta kilómetros de ida y vuelta en lugar de alquilar una casa en el pueblo y asentarse definitivamente allí. Muchas veces había considerado seriamente esa posibilidad, pero por una u otra razón siempre terminaba descartándola. Los treinta años de su vida los había pasado en su aldea natal, sentía tanto aprecio por ella que se negaba a abandonarla. Ésta le había dado tantas cosas buenas…

Sin embargo, un día tendría que abandonarla, si quería superarse profesionalmente tendría que salir definitivamente de ella. Pero es que…

Los faros de su automóvil iluminaron un pequeño rótulo. Éste indicaba la presencia de un viejo caminito, empedrado y vetusto. Antaño había sido la ruta que comunicaba al pueblo con su aldea, pero tras la inauguración de la autopista, éste había caído en desuso hasta ser relegado casi al olvido. Hacía al menos un lustro que Ricardo no pasaba por allí.

Sin siquiera saber por qué, Ricardo maniobró el volante y llevó su auto al camino. Quiso convencerse que lo hacía porque esa noche había prometido a su esposa que llegaría a tiempo para ir a cenar con sus padres y que ese camino le ahorraría tiempo, pero no lo logró, tiempo tenía de sobra.

El atajo estaba oscuro y tétrico. Los faros iluminaban cincuenta metros adelante, dejando ver lo apretujados que crecían allí los árboles y el mal estado en que se encontraba el camino. Durante una fracción de segundo sintió el impulso de retroceder y volver a la autopista, pero lo reprimió y siguió conduciendo.

Un perro negro estaba parado en el centro de la carretera.

Ricardo frenó de golpe, por poco se golpea la frente con el volante. El perro ya no estaba. Agitó la cabeza y se reprendió por ver visiones. Y si no había sido una visión, bien podría tratarse del perro de algún cazador. Puso de nuevo en marcha el motor y siguió conduciendo, a la vez que respiraba hondamente, no debía tener miedo.

Un kilómetro más adelante escuchó algo, aguzó el oído, ¿era la trápala de un caballo? No estaba seguro. El caballo apareció enfrente, negro como la noche misma. Pasó al lado del coche convertido en un relámpago negro, como si el mismo diablo lo espolease.

«El caballo del cazador», se dijo, pero no se lo creyó ni por asomo. Aquello se estaba tornando extraño.

Después fue una niña. Por poco se le para el corazón cuando la vio. Estaba de pie, a un lado de la carretera. Cuando los focos del auto la iluminaron, unos ojos negros como el ónice lo miraban directamente. A continuación, la niña se escabulló entre el monte.

«¿La hija del cazador?», por supuesto, era un pensamiento estúpido, sino se echó a reír como un demente fue a causa del pánico que empezaba a apoderarse de su ser. Ahora sí que deseaba regresar a la autopista, pero el camino era demasiado angosto como para dar vuelta. No había otra alternativa: seguir y rezar que aquellas apariciones no fueran más que jugarretas de su subconsciente.

Ricardo siguió conduciendo, de forma precavida, no quería que otra rara visión le alterara los nervios y lo hiciera estrellarse contra un árbol. Había leído algunas historias, en éstas las apariciones eran incapaces de tocar el mundo real, sólo aparecían en éste como cosas etéreas, impalpables, de manera que la única forma que tenían de cobrar algunas víctimas era alterándoles los nervios hasta que éstas se suicidaran o sufrieran algún accidente. Si de verdad eran apariciones, con él no funcionaría ese truco. No señor.

Sólo tenía que mantenerse en calma, más temprano que tarde llegaría a su casa y jamás volvería a tomar el atajo.

El bosque discurría a los lados de la carretera como algo oscuro, apretujado y cargado de un ánima maligna. Ricardo sentía como los vellos se le erizaban. El corazón le palpitaba a mil por hora. Se concentró únicamente en el frente, en su auto y en la carretera, en nada más.

A mitad de camino, según sus cálculos, los faros del auto iluminaron la silueta de un hombre. Era alto, robusto, de barba y bigotes negros, vestía pantalones y chaqueta negra, se tocaba la cabeza con un sombrero igualmente negro y sostenía sobre el hombro una escopeta.




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