El camino que llevaba a la casa de tío Tankhun cruzaba a través de un pequeño bosque.
El sendero daba curvas entre los árboles como una serpiente escondiéndose en un matorral y aunque el sendero no era largo y el bosque no era nada grande, esta parte del recorrido parecía siempre tomar más tiempo de lo que yo nunca hubiera pensado que tomaría.
Se me había convertido en una costumbre visitar a mi tío durante las vacaciones escolares. Yo era hijo único y mis padres no se sentían cómodos con niños alrededor.
Mi papá Vegas se esforzaba al máximo, poniendo la mano sobre mi hombro y señalándome varias cosas, pero cuando ya no tenía más cosas a las que señalar lo vencía una especie de taciturna melancolía y abandonaba la casa para ir a cazar en solitario durante horas.
Mi papa Pete era de temperamento nervioso y parecía incapaz de relajarse en mi compañía, saltando en los pies con un pequeño grito cada vez que me movía, limpiando y brillando todo lo que yo tocaba o donde me sentaba.
—Es un bicho raro —dijo mi papá Vegas un día en el desayuno.
—¿Quién? —preguntó mi Papa Pete.
—El tío Tankhun —respondió él.
—Sí —asintió el—. Muy raro.
¿Qué hacen tú y él durante toda la tarde cuando lo visitas, Venice?
—Me cuenta historias —respondí.
—Por Dios —dijo mi papá Vegas —.
Historias, ¿ah? Una vez escuché una historia
.—¿Sí, papá? —dije expectante. Mi papá frunció el ceño y miró hacia el plato.
— No —dijo—. Ya no me acuerdo.
—No te preocupes, querido —dijo mi papa Pete—.
Estoy seguro de que era maravillosa.
—Ah, sí que lo era —dijo él
—. En realidad lo era —se rio entre dientes—.Maravillosa, sí.
El tío Tankhun vivía en una casa cerca. No era mi tío estrictamente hablando, más bien era una especie de primo, pero como había estallado una discusión entre mis padres sobre cuántos «Primos» debería haber exactamente, al final pensé que lo mejor sería llamarlo simplemente «tío».
No recuerdo haber ido a visitarlo en ninguna oportunidad que los árboles del bosque entre las dos casas estuvieran con hojas. Todos los recuerdos que tengo de mis caminatas a través de aquel bosque son de cuando estaba cubierto de escarcha o nieve y las únicas hojas que alguna vez vi estaban muertas y pudriéndose en el suelo.
Al extremo del bosque había una verja sencilla: una de esas que sólo dejan pasar una persona a la vez, a la vez que se aseguran de no quedar abiertas y permitir que las ovejas se escapen. No puedo imaginar por qué el bosque o el prado que lo rodeaba tenían una verja semejante, pues nunca había visto ninguna clase de criatura en aquel terreno, ni en ninguna otra parte en toda la propiedad de mi tío. Bueno, ninguna que uno pueda llamar ganado de alguna especie.
Nunca me gustó esa verja. Tenía un resorte endiabladamente fuerte y mi tío no lo había aceitado tan seguido como tocaba. En todo caso, nunca la atravesé sin sentir el más extraño horror de quedar atrapado. En el particular estado de pánico que me invadía, imaginaba tontamente que algo venía a atraparme por la espalda.
Por supuesto, en poco tiempo, conseguí jalar la chirriante verja y deslizarme al otro lado, y cada vez me daba la vuelta para ver con alivio el bosque intacto al otro lado del pequeño muro de piedra que acaba de atravesar. Aun así, en mi costumbre infantil, medaría la vuelta de nuevo una vez cruzaba el prado, con la esperanza (o más bien tal vez con el terror) de ver por casualidad a alguien… o algo. Pero nunca vi nada.
Dicho esto, en realidad algunas veces sí tenía compañía en mis caminatas. Los niños del pueblo de vez en cuando se ocultaban por ahí. Yo no tenía nada que ver con ellos, ni ellos conmigo. Yo estaba lejos en el colegio. No desearía sonar esnob, pero veníamos de mundos diferentes. Algunas veces podía verlos entre los árboles, como sucedió este día en particular. Nunca se acercaban y nunca decían una palabra. Permanecían en silencio entre las sombras.
Evidentemente, su intención era de intimidarme, y habían contado con cierto éxito al respecto, aunque yo me esforzaba por no parecer alterado. Aparenté ignorarlos y seguí adelante.
El prado estaba cubierto por un pasto desordenado y por los brotes secos y marrones de semillas de cardos, espinos y perejil silvestre. A medida que avanzaba por el camino de hierba pisada hacia la puerta del jardín, podía ver y escuchar el presuroso movimiento de lo que pensaba eran conejos o faisanes, arrastrándose bajo la maleza. Siempre hacía una pausa al llegar la puerta para echarle una ojeada a la casa, que se levantaba sobre su propio montículo como muchas iglesias, y en efecto había algo de cementerio en su jardín con tapia y algo de iglesia en sus góticas ventanas con arco y en sus puntas y ornamentos. La puerta del jardín necesitaba de tanto aceite como la verja y el picaporte era tan pesado que fue necesaria toda mi fuerza juvenil para levantarlo; el metal estaba tan frío y húmedo que me congeló los dedos hasta el hueso.
Cuando me giraba para cerrar la puerta de nuevo, siempre volteaba a mirar y me sorprendído de cómo la casa de mis padres quedaba completamente oculta por el bosque y de cómo, en la particular inmovilidad de aquel lugar, parecía como si no hubiera ninguna otra criatura viva kilómetros a la redonda.
El camino cruzaba entonces el prado en dirección a la puerta de mi tío, por entre un extraño montón de arbustos podados. Sin duda estos inmensos matorrales habían sido podados con destreza alguna vez, en los usuales arreglos de conos y pájaros, pero desde hacía varios años crecían sin control. Estos setos salvajes se levantaban ahora con malevolencia sobre la casa, incitando a la imaginación a encontrar en sus figuras deformes el indicio de un diente, la insinuación de un ala correosa, la ilusión de una garra o un ojo.
Editado: 01.10.2024