Cuando conocí a la que sería mi esposa, me dirigía en un autobús a la ciudad costera de Puerto Cabello, a treinta minutos de Valencia, la Capital del Estado Carabobo. Realizaba, en aquel tiempo, un proyecto de acondicionamiento de oficinas de una empresa naviera.
Vi la agraciada joven a la entrada de la unidad de transporte público que tomé en el terminal de pasajeros y a su lado un puesto desocupado, el cual ocupé de inmediato.
Debo admitir, que, al tener la mente ocupada por los negocios, quizás rezagos genéticos de mis ancestros árabes, el orden de prioridades cambia Ipso facto y en ese momento, no me causó curiosidad la presencia de la simpática joven. Toda mi atención se centraba en maximizar los dividendos que produciría la ejecución de ese trabajo.
A medio camino, conversamos algunos minutos sobre varios temas intrascendentes y por alguna casual ocurrencia le pedí su número de teléfono y le di el mío. Recuerdo que ella iba de paseo para donde unos amigos en la ciudad costera y su sueño, según ella, que seguramente jamás se cumpliría, era ir de paseo a París y brindar con una copa de vino, en lo alto de la Torre Eiffel.
La segunda vez que conversamos, fue un año después, cuando de visita en la Capital, debía esperar unas horas para una cita de trabajo y recordé aquel casual encuentro. La muchacha vivía en Caracas, la invité a almorzar en un sitio equidistante a una estación del Metro y al lugar de mi cita de trabajo.
De esa manera, las tres horas, con una agradable conversación, quizás no resultaría de tediosa espera. Daba la casualidad que el destino conspiraba sin yo saberlo. Tenía la tarde desocupada y aceptó de buena manera.
El problema siguiente era que no recordaba su rostro, de manera que acordamos la salida del Metro, en el cual la esperaría. Mi duda metódica era que, si tampoco ella recordaba mi rostro, iba a ser algo complicado ese encuentro.
El tercer se dio mucho después. Viajé de nuevo a la Capital, mi madre estaba internada en la etapa final de un cáncer pancreático, uno de los más agresivos.
Al enterarse la joven fue a visitarme a la habitación de la clínica y conoció a mi madre. Cuando salió, mi madre, quien vivía preocupada de irse y dejar a su único hijo sin una compañera definitiva, le escuché decir “Es una buena mujer, no la vayas a perder”.
Cuando observé a la muchacha desde el segundo piso de la clínica, ella estaba en la parada de autobuses unos metros abajo y fue cuando en realidad la vi por primera vez como mujer.
Recuerdo, como si fuera ayer, que mi pensamiento en esa oportunidad fue “Vaya, no me había dado cuenta. Esta muchacha si tiene con qué sentarse…”
Años después de un largo romance, ella se cambió a la ciudad donde yo vivía. Por fin cambié el colchón que usaba como gitano de una mudanza a otra, compré un piso en Valencia y viajamos a París a tomarnos la copa de vino en la Torre Eiffel.
Fue entonces que llegué a la conclusión y comprender lo que es el Alfa y el Omega, el principio y el fin del teorema del verdadero amor. Si conservas la fe intacta, como Job, algún día puede que pase el vagón de ese tren. Lo importante es estar atento y haber aprendido la lección de las experiencias pasadas y quizás se pueda disfrutar del viaje hasta el final de los días…