Carlota y Ester eran hermanas. Y a pesar de que entre las dos no había ninguna disconformidad, los padres si tenían cierta preferencia por la menor de sus hijas, que era Ester. Desde que eran niñas, las dos pequeñas notaron esa diferencia, pero Carlota no le tomaba importancia, y por su conveniencia, Ester hacía como que no se daba cuenta de ello. Un día, su padre llegó de la ciudad pues al ser comerciante se iba a abastecer de mercancía, y con él, independientemente de traer su abastecimiento, trajo consigo dos regalos: El de Carlota era una muñeca de trapo que a leguas se notaba había sido comprada en el primer puesto de un bazar de “mala muerte”; y no hubiera tenido nada de malo ese presente, de no ser porque a Ester, le dieron una caja envuelta con un papel hermoso y un moño rojo enorme, incluso era más grande que el mismo regalo. Cuando Ester logró desenvolver su monumental regalo, no hizo falta que abriera la caja, pues en una de las paredes de enfrente la caja tenía una mica transparente que dejaba ver a una muñeca preciosa que en lugar de ser fabricada en una máquina parecía hecha a mano. Los ojos enormes y azules de la muñeca también hacía diferencias, pues a la hermana mayor le dio la sensación de que a Ester la miraba con ternura y a ella hasta creía ver que se le fruncía el ceño al juguete. Carlota tenía que admitir que aunque la mayoría de las veces dejaba pasar desapercibido esos detalles, ese día sus padres si la habían lastimado, la habían hecho sentir relegada. Ese día salió corriendo de la casa para que no la vieran llorar, ya que no obstante la hacían sentir mal, ella no quería hacer sentir de la misma manera a sus papás. Ella era muy pequeña, pero su madurez era tal que sabía que ellos hacían esas cosas sin darse cuenta. Debía hablar de sus sentimientos y hacerles saber lo que estaba pasando en su interior, pero no quería hacer más grande lo que consideró una tontería, pero lo que ella no entendía por más obvio que fuera, es que, quien no habla no es escuchada.
Cuando fueron adolescentes, Ester pasó de ser testigo de las diferencias, a ser partícipe. La menor de las hijas ahora no esperaba que se le diera lo mejor, sino que lo exigía argumentando que era más que su hermana y que lo merecía, La ambición que se había sembrado en ella era tal, que incluso cuando supo que su hermana era pretendida por un chico, Ester se entrometió y no descansó hasta casarse con él. Incluso años después, cuando Carlota tuvo una hija, Ester no tardó en lo mismo y hasta le puso el mismo nombre con el cual Carlota había bautizado a la suya. Incluso la hija de Ester continuaba con la misma tradición de su mamá con su prima, pero esa ya era otra historia.
Aunque Ester hacía mal en sus acciones, no se debía desvirtuar la raíz de todo, y esa era la diferencia que los papás hacían entre ellas y de la cual Ester no pudo distinguir estaba mal.
Una vez las canas empezaron a asomar en la cabeza de las dos, y también una vez que el padre murió. La mamá siempre visitaba a Ester llevándole las mejores cosas que encontraba en el camino. En la mesa de la menor de las hermanas, siempre estaba rebosante de comida y pastelillos que su madre se encargaba de abastecer. Siempre que la progenitora iba por la calle y veía un puesto de pastelillos se detenía y decía – Este le va a encantar a Ester.- Siempre era Ester.
Cada vez que por casualidad la mamá se acordaba de Carlota, para no llegar con las manos vacías, llevaba una bolsa con dos panes a su casa, pero aun así seguía acordándose de su favorita, porque esos dos panes los dividía en dos destinatarios y volvía a lo mismo de cuando su hija era niña, pues para Ester era un pan dulce con relleno cremoso y mermelada de frambuesa bañado de azúcar; mientras que para Carlota era un bolillo insípido, e incluso, la señora pedía que fuera del día anterior para que le saliera más barato. Cuando la madre que a su edad ya estaba más encorvada que la rama de un árbol viejo, se veía descubierta por los ojos de su hija, se excusaba diciendo. – Este me lo compré para mí, ya sabes lo mucho que me gustan estas cosas.- Pero Carlota sabía que su mamá no comía pan, pues le hostigaban el paladar los postres. Sabía que ese pan tan apetitoso era para su hermana menor. A sabiendas de ello, nunca le reprochó o le puso mala cara, ella era su madre y de la manera que fuera, le daba gusto su visita, aunque su presente fuera un bolillo duro que después terminaría en el hocico del perro que tenía como mascota.
Una madrugada, Carlota fue despertada por uno de sus hijos, quien le hizo saber que su hermana estaba hospitalizada. Carlota entró en pánico pues ella era su hermana y la amaba mucho, no quería que nada malo le pasara. La mayor salió a media noche casi con bata de dormir y sandalias de baño, subió a un taxi y pidió que la llevaran al hospital. Cuando llegó, justo le estaban dando noticias a la madre de ambas: - Su hija tiene diabetes, al parecer ha tenido una muy mala alimentación y esa fue la causa aparente de que ello se haya desarrollado en su cuerpo.- Dijo el doctor. Los ojos de su mamá se abrieron como platos pues no fue necesario preguntarse qué había pasado, puesto que ella fue la principal causante de que su hija estuviera tendida en una cama. Madre e hija lloraron en la sala de espera y rezaron juntas para que nada pasara con la enferma. Cuando Ester después de unas hora estuvo estabilizada, fue dada de alta y se marchó para su casa.
Con el paso de los días, la hermana menor se fue reestableciendo y se fue sintiendo mejor. Aunque ya su vida no podía ser como la de antes, pues ya no podría comer las cosas que tanto le gustaban y no podía alterar su estado de ánimo sin que el azúcar se le subiera y terminara retornando al hospital.