Conduzco una moto, esta me es familiar, pero no logro entender qué hago rodando por esas colinas. Sin embargo, la sensación de libertad es incomparable. A medida que voy acelerando siento la potencia del motor vibrar entre mis piernas, el viento recorrer mi cuerpo y la aspiración junto con la adherencia de la carretera clavarme al suelo.
Sé que es un sueño y que pronto despertaré. Solo alargo los minutos lo más que puedo. Sin que la noción del tiempo me detenga, conduzco a toda velocidad de día, de noche, de madrugada, no paro nunca. Los días, las noches y las carreteras desfilan a una velocidad abrumadora y emocionante. Voy deambulando por todo tipo de calles en busca de algo que ni yo mismo entiendo. La apremiante necesidad de encontrarlo se vuelve poco a poco tan vital que ya ni siquiera le prestó atención a los detalles, cada lugar se vuelve insignificante, todo se asemeja y se distingue a la vez al punto de volverme loco. Para cuando la desesperación me gana ya es de noche. Pero, no es una noche cualquiera, no; el cielo negro de una profundidad apaciguadora está salpicado por millones de estrellas que centellan de una forma deslumbrante. Como hipnotizado, las sigo porque ellas parecen querer ser mi guia. A ciegas, decido confiar en ellas y sin cuestionarme una sola vez dejo las ruedas y cielo decidir de mi paradero.
De pronto, sé a dónde ellas me llevan, y estoy molesto, frustrado, enojado, decepcionado, y amargado.
Estoy en el puente.
El mismo puente, como si ya no lo tuviera suficiente en mente. Como si el suicidio fallido de Lucy no me hubiera traumado al punto de querer olvidarlo para siempre.
Sin entender el motivo de mi destino, intento entender por qué las estrellas quieren llevarme aquí. Justo aquí y ahora.
Al frente mío, un coche deportivo azul oscuro, parecido al de Lee, está estacionado en la orilla de la acera. Intrigado, lo detallo mientras siento el enojo ganar terreno.
Espera, algo está mal.
Algo, es extraño.
Una desconocida emoción comienza a nacer adentro de mi pecho, mi corazón me golpea con una fuerza una sola vez, y paro de respirar. Ese sueño no se siente como uno: puedo ver con exactitud la parte trasera del coche con exactitud: las letras y los números de la placa del coche 1005PGE, las luces intermitentes anaranjadas, y la puerta del conductor abierta.
No, no es un sueño, déjà vu sería más bien la palabra correcta.
Yo, ya estuve aquí y ahora en ese mismo puente, a esa misma hora, con ese mismo coche deportivo al frente mío.
No tengo explicación alguna a lo que está sucediendo, pero la sensación de conocer a la dueña del deportivo no deja de perseguirme.
¿Cómo sé que es una mujer?
Ni idea, solo lo sé, es un hecho, y eso me basta.
¿Podrás ser el coche de Lee? Tendré que ir a verlo para estar seguro.
De repente, el pitido repetido de una maquina suena y resuena devolviéndome a la realidad. Paro de soñar y siento mi mente volver a mi cuerpo en la cama de mi habitación. Lo que no me explico es ese olor a naranja y anís, no es un efluvio pesado; todo lo contrario, es un aroma liviano que se infiltra poco a poco hasta invadir mis fosas nasales y mi mente. Poco a poco, el anís y el cítrico de la naranja despejan la bruma restante de mi cerebro y abro los ojos. Lo primero que alcanzo a ver es el techo decorado con las lámparas de cristal colgadas. Me volteo, y sin creer lo que veo: ella está aquí. Ella está a la par mío, y a salvo. Entonces, ¿por qué no me alegro? Sí, quería a una mujer en mi cama. La quería a ella en mi cama, lo sé. Y de costumbre nunca me arrepiento de llevar a una dama en mis sábanas, y mucho menos cuando se trata de Lucy.
Con la mente en alerta, trato de recordar lo que pasó después de caer en el parque, y realizo con espanto que nada vuelve a mí, ningún recuerdo, ninguna sensación. El vacío total.
Sin hacer ningún ruido me levanto y me pongo el primer pantalón que encuentro. Sin tomarme la pena de abrocharlo, camino descalzo. Estoy por salir de la habitación apenas alumbrada por el sol por las persianas que me detengo para observar a Lucy tendida en mi cama. Su cabello rubio esparcido por todo lado es una tentación para cualquier hombre y aún más sus firmes pechos desnudos y a la vista.
Debería estar feliz, pero no lo estoy. Una bola gigante se forma en el medio de mi garganta, y lágrimas de soledad me hinchan el pecho. Ahora que tengo a Lucy conmigo, tengo tantas razones para estar feliz porque ella volvió a mí, sí es un hecho. Pero, no es la Lucy que yo conocía. En ella, puedo ver con una sola mirada todo el sufrimiento que trata de esconder sus ojos, su voz, su cuerpo, y sus palabras. Su actitud de ayer me lo demuestra.
A lo lejos, una vibración me saca de mis pensamientos.
Descalzo, camino sobre la alfombra gris y me dirijo hasta la cocina.
—Lee —digo al contestar.
—Llamo para chequearte, ¿cómo estás?
—Como siempre, nada nuevo.
—¿Por qué hablas tan bajo?
—Me acabo de levantar —miento de inmediato, y cambio de tema—. ¿Cómo vamos con el contrato de Weihue?
—No cambies de tema.
—No lo cambio, para eso fueron allá, ¿no? —contraataco, al encontrar la fuente del pitido; era la máquina de café. Frunzo el ceño, yo nunca programo esas malditas máquinas. De reojo, chequeo la hora: las siete en punto. Puntual, es la hora a la que me levanto, siempre. Perplejo, intento recordar cuándo programé esa máquina, sin resultado.
Cuando realizo que Lee no ha dicho ni pío, espero atento. Pero, el silencio se vuelve insoportable hasta que de pronto escucho a Lee soplar con pesadez—. ¿Qué te pasa?
—Me estás reventando las bolas, eso es lo que me pasa —espeta Lee, enojado.
—¿Yo? Y ahora, ¿qué hice?
—Por favor, solo tienes que mirar en tu cama para saberlo, ¿me equivocó?
—No es asunto tuyo —sentencio en seco.
—Tienes razón, conseguimos el contrato. Ya vamos para allá.