Gerónimo, el hermano que seguía de Rogelio, fue quien me ayudó a conseguir el anillo para el compromiso. Él pasaba varios días del mes fuera de casa porque era quien acompañaba a mi padre a comprar el calzado. Seguro sería quien continuaría con el negocio familiar porque Rogelio quería quedarse con el ganado. Jacobo y Anastasio, los dos hermanos después de Gerónimo, se mantenían entregados a la siembra. Nuestra madre contaba, por herencia del abuelo, con dos hectáreas de terreno que ellos estaban trabajando y cada uno ya tenía esposa e hijos, así que era indudable que los dejarían como dueños.
Pienso que los cuatro hijos mayores siempre fueron los modelos a seguir, los trabajadores, a quienes exigieron más. Los menores tuvimos una educación considerada un tanto “blanda”. Mi padre no era de los que criaban a golpes y mi madre en ocasiones parecía ser de mano dura ante la gente, pero al cerrar la puerta se le caía la careta y nos consentía con alguna golosina que ella misma preparaba. Los tres más chicos: primero estaba yo, luego Sebastián y el más pequeño, Paulino, éramos: el mojigato, el libertino y el payaso, como nos decía mi madre, en ese orden. Pero se llevó tremenda sorpresa que la puso pálida cuando le dije que el “mojigato” iba a pedir la mano de la hija del alcalde. ¿Apresurado? ¡Sí! Pero estaba dispuesto a cometer una completa locura en nombre de un amor que nubló mi sensatez.
Le pedí a Gerónimo que consiguiera el anillo en la capital del estado, no pensaba comprarlo con los Ramírez porque Celina era una de los ocho hijos y no quería que se adelantara a darle la noticia a Amalia; además mi madre me prohibió hacerlo porque la señora Ramírez era su mejor amiga.
El encargo fue muy detallado. Pedí un anillo de oro con una estrella en medio que llevara una piedra preciosa en cada esquina y en el centro un rubí. Mi padre me financió más de la mitad y tuve que tomar de mis ahorros para completar. Solo quería darle lo mejor. Por ese tiempo pensaba que no merecía menos.
Gerónimo tardó una semana en traerlo. El tiempo avanzaba y los nervios me controlaban. Durante esa semana salimos dos veces más. Seguíamos siendo acompañados por sus chaperonas que se fueron convirtiendo en mis conocidas. Nunca entendí por qué conmigo no salía a solas, tal vez por instrucción de sus padres, o porque ella así lo quiso…
Las cuatro amigas sí que sabían reír con cada anécdota o chisme que comentaban. Cuando nos reuníamos se contagiaban de la alegría y ruido de Erlinda y se carcajeaban sin tapujos. Fue en la tercera cita, un viernes por la tarde, donde conocí la voz de Amalia. ¡Esa voz que se quedó marcada en mi mente y que se niega a salir! A veces la escucho todavía, en mis sueños.
Nos reunimos en un pequeño lugar que Erlinda tenía detrás de su casa y que su familia no solía visitar. Era un cuarto de madera vieja que destinaron para guardar herramientas, pero ellas se las ingeniaron para acomodar y consiguieron una mesa y sillas. El pequeño lugarcito olía a cilantro porque atrás tenían sembrado; un aroma que hoy me trae recuerdos que por ratos quisiera borrar.
Amalia tenía el tiempo contado en cada salida, su responsabilidad cuidando a sus hermanos pesaba sobre su espalda y se notaba que aprovechaba cada minuto siendo libre.
Isabel llevó una botella de jerez y me pareció arriesgado ya que ellas eran menores, pero confesaron que no era la primera vez y solo probaban un poco.
—Prefiero el tequila —les dije, queriendo declinar su ofrecimiento, pero Amalia me acercó un vasito.
Incluso la tímida Celina aceptó la bebida.
Las mujeres tenían todo tan planeado y oculto que me fascinó el peligro en el que me ponían. Lo que sí es que me propuse llevar a algún compañero a la siguiente reunión o me acusarían de algo indebido si continuaba por ese rumbo.
—Supongo que no puedo negarme —reí y le di un buen sorbo. El sabor en realidad sí me agradó.
—Es correcto —confirmó mi estrella con una sonrisa y se sentó a mi lado.
Conversamos hasta terminar con la botella. Creo que todas estaban hechas de algo diferente a las demás chicas que conocía porque ninguna se mareó, el mareado terminé siendo yo. Ruidosas, eso sí, pero lúcidas y bien entretenidas con su plática que en secreto me entretenía más de lo que expresaba.
—Am, cántanos una canción, ¡anda! —pidió efusiva Isabel.
Cada vez que veía a Isabel le encontraba más parecido con Amalia. Ella era de piel muy blanca y tenía pecas, pero las facciones no se podían negar. Aunque tuve el cuidado de jamás mencionar esos pensamientos para no generar incomodidad.
—¿Cuál te gustaría? —le preguntó Amalia y su expresión risueña delató sus deseos de deleitarnos.
—La de “Toda una vida”. Estoy desanimada porque el Jacinto no da su brazo a torcer y me gusta sufrir.
—Por Dios, mujer, ese hombre es tan feo que da pena —atinó a decir Erlinda.
Todos reímos porque era verdad.
Conocía a Jacinto, fuimos juntos en la escuela y no se caracterizaba por ser un conquistador. Despreciar a alguien como Isabel, a mi juicio una muchacha muy adecuada para cualquiera, se volvía un insulto.
Amalia se levantó y comenzó.
Tal vez fue el amor que me tenía ciego y sordo, pero ella cantaba como lo haría un ángel si existiera. Lo hizo con tanto sentimiento que erizó los pelos de mis brazos y mi corazón aceleró el ritmo.
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Editado: 11.12.2024