Nueve días y nueve noches duró el novenario. Nueve días en los que la sed de venganza de mi familia se multiplicó. En los que, en lugar de entregarse al sagrado rezo, planearon un asesinato. No escogieron a quién, pero se pusieron varios nombres sobre la mesa.
Se dice que esos días son dedicados para que el espíritu del difunto sea recibido en la gloria de Dios y asegurar su descanso; yo creo que mi tío Heriberto se perdió en el proceso.
Después de mi desafortunado interrogatorio, mi madre curó la herida del cuello con ungüento de petróleo. Mientras lo hacía profería maldiciones a diestra y siniestra. Para mi buena suerte, la abertura de la piel fue más pequeña de lo que imaginé. Aun así, ella me pidió insistente que reposara.
Al día siguiente, Florencio tocó mi puerta apenas amaneció.
—Amigo, me vengo a despedir —dijo con una seriedad exagerada cuando se sentó a mi lado—. Las clases empiezan a finales de enero, ¿regresarás?
Me acomodé sobre la cama porque si mi madre me veía de pie la haría enojar.
—No creo —le respondí con el corazón estrujado—. Tenemos la orden de no salir del pueblo.
La escuela para mí significaba más de lo que mi familia sabía, y dejarla me destrozó el orgullo.
—Lamento escucharlo.
—Antes de que te vayas tengo que agradecerte todo lo que hiciste por mí y por mi familia. Eres un buen amigo.
Florencio demostró, durante esos confusos días, que me estimaba de verdad. Lo vi hasta repartiendo pan y café a los que tuvieron la cortesía de acompañarnos.
—¡Amigo! —pronunció como para sí y luego me observó. Pocas veces se le veía titubear, pero en esa ocasión hasta una de sus manos temblaba y con la otra la apretaba para disimularlo. Antes de hablar miró hacia el suelo—. Sí, somos amigos, y por eso tengo que confesarte una gran vergüenza.
—¿Qué es? —me levanté de la cama porque temí que fueran malas noticias.
—Espero que no me juzgues.
—Dime ya —le pedí, un poco desesperado de que estuviera con rodeos.
—Debes saber que… —Se tocó el pecho y respiró profundo—. Ha llamado mi atención una mujer… una mujer de este pueblo.
—¿Quién?
—Es… —quiso hablar, pero no pudo porque perdió el aliento.
Me senté sobre la cama, a su lado, y le di una palmada en la espalda.
—Tranquilo. Solo dilo y ya. Que te guste otra no tiene nada de malo.
Florencio volvió a respirar, y esta vez sí salieron las palabras de su boca, aunque no muy claras.
—Es que esa es la cuestión. No solo me gusta, ya la estoy pretendiendo.
Volví a levantarme y le di la espalda. Lo que confesó era lo que menos me esperaba.
—Amigo, esto es serio. ¡Tú ya estás comprometido!
—¡Lo sé, lo sé! Pero caí en sus encantos. ¿Qué tienen sus aguas que las vuelven tan interesantes?
Por más que rememoré, no di con la culpable de su arrebato.
—¿Me vas a decir quién es? —le dije mirándolo a los ojos.
Él se sonrojó como pocas veces. Se trataba de ese tipo de rubor que solo aparece cuando los sentimientos se desbordan por el cuerpo.
—Se trata de tu amiga, esa de las mejillas rosadas y cabello ondulado. La de la mirada chispeante y energía contagiosa.
—¡¿Erlinda?! —pronuncié incrédulo porque de todas las posibles candidatas, ella era la que menos imaginé.
Florencio asintió y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Pero es que ella es… Y tú eres tan… —En mi mente, ellos dos eran incompatibles.
Mi buen amigo aclaró la garganta y supe que todavía no terminaba de decirme todo.
—Tienes que saber que aproveché los rezos de tu tío para acercármele. Ella no rechazó mi cortejo. Ayer hablé con sus padres y les dije la verdad. Les prometí que me iría cuanto antes para romper mi compromiso y que vendría enseguida a pedir la mano de su hija. —Sospecho que el verme mudo lo incomodó—. ¿No vas a decir nada?
Por experiencia sabía que don Evelio era un hombre conciliador y comprensivo, al grado de consentir que su sobrina se viera a escondidas con un hombre. Pero de eso a que su hija, su consentida hija, tenga un pretendiente ya comprometido, me parecía demasiado hasta para él.
—Es que… es inesperado. Ya pensaste que la familia de tu todavía prometida puede hacerte algo por la ofensa que quieres cometer.
Florencio resopló.
—No me importa. No la quiero, ¡nunca la quise! Es un arreglo por conveniencia, pero no existe amor de por medio. —De pronto su voz sonó más personal—. ¿Te crees el único que quiere sentirse querido por su esposa?
¡Tremendo golpe bajo que me dio! Yo no tenía derecho de juzgar sus acciones cuando las mías tampoco eran las mejores.
—No. Por supuesto que no. —En ese instante pensé en Amalia y en todo su encanto que me había llevado hasta ese punto. Sin duda volvería a hacer lo mismo con tal de tenerla conmigo—. Te entiendo más de lo que imaginas, después de todo, Erlinda también es una Bautista.
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Editado: 11.12.2024