Encontré a Ermilio al día siguiente merodeando en la cocina. Era hora del almuerzo y a los dos nos dio hambre al mismo tiempo.
Elegí comer una manzana y él fue por el pollo que había sobrado.
Por fin nos sentamos juntos a comer, después de semanas sin coincidir porque yo lo hacía en el cuarto.
—Te vi ayer —me dijo sonriente—. Estás con todo con la Mirandita. ¿No que muy modosito?
Con eso confirmé sus intenciones. En definitiva él era una persona insistente.
—No sé de qué me hablas —negué sin verlo a la cara. La manzana estaba bien madura y quería saborear a gusto el abundante jugo que soltaba.
—Ni trates de negarlo porque me di cuenta de que te gustó desde que te la presenté. No te culpo, está chula la condenada.
Ermilio quería entrar a toda costa a ese tema, y le di gusto.
—¿Por eso la invitaste? —mi voz sonó entre molesta y obvia.
—¡No! ¡¿Cómo crees?! —Exageró los gestos al negarlo, luego se comió un buen pedazo de carne—. Me ofendes.
Permanecimos mirándonos por un instante, hasta que fue él quien liberó una risotada.
—¡Ya pues, tienes razón! Pero de verdad es mi amiga. Además, en cuanto le dije que vendrías, aceptó.
—Deja de hacerlo —fui directo porque se parecía a mi madre con su lista de debutantes que asfixiaba.
—Será la última, lo prometo. —Alzó rápido una mano—. Pero ¿por qué no te permites una cita con ella?
—No sé, se siente como un engaño. —Sí, así lo sentía. No quería dejar ir mi relación con la mujer que amaba.
—¿Engaño por qué? ¡Te recuerdo que estás muy soltero! —Bajó el tono de su voz para sonar más persuasivo—: Atrévete a salir con Miranda y deja que las cosas se den si es que deben darse.
A decir verdad, la idea no me era indiferente. Salir con ella quizá me daría otra perspectiva de las relaciones de pareja. Tal vez el intenso amor que sentía por Amalia Bautista era irrepetible, pero, si no podía ser, tenía la oportunidad de hallar un amor aceptable y llevadero, uno que me diera paz y calidez.
—Lo pensaré.
—Con eso me haces feliz. —Su boca ya no podía mostrar una sonrisa más grande que la que mostró cuando escuchó mi comentario—. Odiaría irme y que sigas como un cadáver andante. —Se puso serio de pronto y hasta soltó el bocado que sostenía—. Esteban, que no te responda también es una respuesta. ¡Piénsalo!
No se lo dije, pero sus palabras calaron hondo en mi pecho.
—Ya cállate y dame del pollo. —Lancé una mano para poder robarle el plato.
—¡No! —Fue hábil y lo desvió de mis intenciones.
Sí, lo comprobé, extrañaría a Ermilio, y mucho.
Después de sentirme satisfecho, noté que tenía un poco de inusual energía y decidí vestirme, rasurarme la casi inexistente barba e ir a cumplir con las tareas pendientes en la zapatería.
A diferencia de la que teníamos en el pueblo, la de la ciudad estaba establecida en la planta baja de un elegante edificio del centro.
Mi padre sí que invirtió dinero en los muebles y vitrinas en las que se mostraban los distintos modelos que manejábamos. También mandó a pintar el nombre “Zapatearía Quiroga” arriba de la marquesina.
En cuanto llegué, vi que los empleados se sorprendieron. Entré y solo saludé. Podía sentir las miradas sobre mí. Cuando por fin encontré a quien buscaba, pude liberarme de la incomodidad.
Acacio era el hombre que salvaba mi vida a diario al no permitir que decayera el negocio. Él también tenía veinte años, pero parecía ser diez años mayor. Siempre, desde que empezó como un cargador, mostró actitud de compromiso y responsabilidad. Confiaba en él más que en mí mismo a la hora de administrar todo y negociar con proveedores.
Fue el único que se puso contento con mi asistencia.
—Patrón, ¿ya se siente mejor? —preguntó animado.
Le mentí y le dije que estaba enfermo en casa y que el médico ordenó reposo absoluto. Lo último que quería era causar lástima hasta en los empleados.
—Más o menos. Tuve ganas de ver cómo van las cosas aquí.
Acacio levantó los brazos y los extendió entusiasmado.
—Hemos tenido buenas ventas. Llegaron unos modelitos que se pusieron de moda entre las damas. —Fue hacia una pila de cajas y escogió una de ellas—. Son estas. —Sacó una zapatilla negra—. Tienen tacón y punta redonda. El fabricante quería irse con los Castro, pero le recordé que somos sus mejores compradores. Se convenció cuando le dije que le ordenaríamos el doble que ellos. —Con solo escucharlo se notaba la pasión que lo invadía—. Desde que las pusimos en el mostrador se empezaron a vender.
Revisé minucioso la zapatilla. Era de buena calidad y la suela se sentía resistente. El tacón era lo bastante firme para soportar los distintos pesos de las compradoras.
—Te agradezco mucho todo lo que haces. Auméntate diez por ciento a tu salario, por favor.
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Editado: 11.12.2024