Recuerdo que aquel fue un viaje que percibí corto. Todas las horas y transbordes que hice para llegar al pueblo no fueron lo bastante importantes esta vez. Yo quería verla, quería ir por Genovevo y montarnos en él para nunca más volver a aquella pila de errores que solo causaba dolor y luto.
Llegué de noche, y desde antes de bajarme de la carreta elegí pedir posada con mi hermano Anastasio. No deseaba ver a mis padres, me sentía herido por haber ocultado lo del duelo y la muerte del tío Celestino; al tío lo admiraba y él siempre me respetó como sobrino. Fue una falta grave el no informarme y no podía asimilar su caída a manos de Boris Carrillo.
Lo que no previne eran las fechas. ¡Era día de Todos los Santos! Lo supe en cuanto llegó a mí el inconfundible olor del copal. El humo me golpeó en la cara como un velo gris que trajo a mi mente cada muerte de la que fui testigo. De pronto me encontré en un pueblo despierto, con gente andando con ramos enormes de cempasúchil, con cirios de cera y la música de viento animando el camposanto. El pasar desapercibido se convirtió en todo un reto difícil de cumplir.
Fui por el lado contrario del cementerio, aunque no tuve en cuenta que por esa zona se hallaban las florerías y las panaderías que se mantenían abiertas hasta altas horas de la madrugada.
Rogué por no encontrarme con ningún Bautista o Carrillo. Si alguno me reconocía, de inmediato sabrían que fui yo quien se robó a la hija del alcalde.
En una mano sostenía la maleta, y la otra la mantuve puesta sobre la culata del revólver. Estaba dispuesto a herir a quien osara interferir en mis planes.
Di vuelta en una calle que era más oscura que las demás. La casa de mi hermano se encontraba a dos cuadras. ¡Solo dos cuadras para llegar! ¡Pero me llevé tremenda sorpresa cuando terminé de girar!
—¡Maldita sea! —Delante de mí estaba una procesión de más de veinte personas, cada una con una vela encendida.
Un niño con la mirada entristecida llevaba cargando hasta adelante el retrato pintado de una mujer que supuse era su madre.
Bajé el sombrero lo más que pude, agaché la cabeza y encogí los hombros. Me hice a un lado para dejarlos pasar, y con su lento andar, uno a uno, continuó sin dirigirme la mirada. Casi me sentía un ganador, pero la última persona, Don Teodoro, que se sostenía de un desgastado bastón, se detuvo de mi brazo para descansar.
Lo conocía poco y las veces que lo vi solo fue para que me sobara o le diera a mi madre algún remedio. En su tiempo fue el mejor curandero del pueblo, pero dicen que empezó a meterse en terrenos prohibidos de los que no se daban detalles, y de ahí pasó a ser olvidado.
Él me observó con sus envejecidos ojos cubiertos de carnosidades que, pensé, le limitaban la vista. En la otra temblorosa mano cargaba una vela, y un poco de cera cayó sobre mi brazo, pero ni así lo solté. Si él caía, podía llamar la atención, y eso para mí sería la ruina.
Tuve que apretar los dientes para poder soportar el ardor de la cera resbalándome por el brazo, y que quemaba inclemente mi piel sobre la tela de la camisa.
Pasó un instante así, uno que pareció más largo, hasta que don Teodoro por fin me soltó, se volteó para seguir, pero antes de hacerlo, volvió a mí solo para decirme:
—Niru zasaalu' guirá' shisha neza guidxilayú ti ganda guidxelu' lii (primero recorrerás todos los caminos de este mundo antes de encontrarte a ti mismo) —habló en zapoteco con una voz ronca y caladora.
Mi madre hablaba un impecable zapoteco, mi padre no tanto, pero se defendía. Si de algo podía jactarme, era de contar con las habilidades de mi madre.
—Xquixhepelli, Ta (gracias, señor) —le respondí. Aunque en realidad no sabía por qué le agradecía. Solo quería que se fuera.
Cuando el viejo desapareció de mi vista, decidí seguir mi camino. Faltaba nada más una cuadra para llegar a la casa de Anastasio. Aceleré el paso, pero antes de llegar a la puerta, esta se abrió sin que la tocara.
No se trataba de mi hermano Anastasio ni de su esposa. ¡Era nada más y nada menos que Sebastián!
Ya no podía retroceder, estaba justo en medio de la calle, así que me quedé parado sin poder decir ni hacer algo que sirviera para que él no me reconociera.
—¿Esteban? —Entrecerró los ojos y dio dos pasos hacia mí—, ¿qué haces aquí? —Se veía de verdad sorprendido.
—¿Qué haces tú aquí? —le recriminé como si visitar a su hermano mayor fuera una falta grave.
—Mamá me mandó a dejarle pañales limpios a la bebé. Silvia está un poco malita y tiene que estar en reposo.
—¿Ya nació? —Saber que tampoco fui avisado del nacimiento de mi sobrina me partió un pedazo de corazón. Mi familia iba muy en serio con eso de desterrarme.
Sebastián tragó saliva y aún en la parcial oscuridad pude ver cómo su garganta serpenteaba.
—Hace dos semanas —dijo sin mirarme a la cara—. Vienes a felicitar al Tacho?
Negué con la cabeza. Ni siquiera me detuve a pensar una coartada para evitar el interrogatorio de mi hermano.
—Vine… —Podía decir cualquier mentira, como que solo iba de visita o que me enteré de la muerte del tío, ¡pero no!, iba a decir la verdad. Levanté el rostro y lo confronté—. Vine porque voy a llevarme a Amalia.
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Editado: 11.12.2024