Cuidarte el alma

—10—

 

Al final no hubo ni salida ni café, sino té con tortas fritas.

Nos quedaron riquísimas… Le quedaron riquísimas.

Mi hija disfrutó del momento, y creo que él también. Y yo… ¿qué puedo decir? A una semana de la muerte de mi padre, pude sentir en el alma una felicidad casi desconocida. Si eso no tiene que ver con el duende que me la cuida, no sé qué será.

Tía Aurora lo estudió con detenimiento durante largos segundos desde lo alto de la escalera, y después decidió que le gustaba; lo vi en sus ojos. Por suerte, mi hijo estaba en lo de su novia, porque eso hubiese sido demasiado.

Pero Andrés supo que Alejo existe. Miró los portarretratos en una de las mesas laterales, y le conté de él y de Bernardo, su padre y mi primer marido. Y cuando tía llamó a Paulina para ver la tele arriba, también le conté sobre Hugo.

—Dos divorcios, dos hijos. Dos de dos... Como verás mi puntería es excelente.

Me sirve más té y me lo alcanza.

—Y tu miedo a volver a fracasar es directamente proporcional a tu excelente puntería —acota con su franqueza habitual—. Y de ahí esa fobia al compromiso, a enamorarte, etcétera, etcétera…

No sé si me gusta que me psicoanalicen a la hora del té. Mejor ignoro esos etcéteras y cambio de tema. No me conviene ahondar en ellos.

—¿Y tú tienes hijos?

No creo que le haya hecho una pregunta difícil, pero tarda en responder.

—Se llama Nacho, y tiene catorce, casi quince —responde sin mirarme, mientras se sirve otro té. Una gota de agua caliente le salpica la mano y él hace una mueca de disgusto.

—¿Te has quemado? —pregunto preocupada.

—No, está todo bien. Pero ahora tengo que marcharme…

Es evidente que no está todo bien, y de ahí esas repentinas ganas de irse. Y también es evidente que eso que no está bien tiene que ver con su hijo, y que yo no debo seguir por ese camino el día de hoy.

Nos ponemos de pie al mismo tiempo.

—Voy a tener que dejarte con todo este desastre para limpiar… No suelo hacer eso —murmura.

—Lo que faltaba… Que nos hagas la merienda y encima tengas que limpiar la cocina…

—Me gustó mucho hacerlo. Tu hija es linda… Quiero saber muchas cosas de Paulina. Me siento muy identificado con ella como te podrás imaginar. Pero creo que es mejor que lo dejemos para otro día —indica.

Asiento con la cabeza, y lo sigo por el pasillo mientras se dirige a la puerta. Él mismo la abre, y parece que tiene prisa.

Pero de inmediato la cierra y sucede la maravilla.

Se da la vuelta y coge mi cara con las dos manos. Cierro los ojos. Los dientes me castañetean estrepitosamente, pero no por mucho tiempo porque cuando sus labios rozan los míos, dejo de moverme. Y lo que empieza a girar en torno a nosotros es el resto del mundo…

No es un beso en realidad. No como yo entiendo que debe ser uno, o al menos como lo entendía.

Solo se limita a posar su boca sobre la mía un segundo, y luego atrapa con los dientes mi labio inferior y tira levemente de él. Estoy paralizada por completo, no atino a nada. No sé si abrir más la boca, de meter mi lengua en la suya, no sé qué hacer. No controlo mi respiración, que ya pasó la categoría de jadeo y ahora es un sibilante quejido.

Es tan inesperado como deseado, y me gusta tanto que me duele. No es una metáfora, tengo un intenso dolor en el bajo vientre y una sensación de vacío más arriba. Y ni hablar lo que siento más abajo… Creo que las piernas ya no me sostienen.

¿Cómo es posible que me sienta así por tan poco? O mejor dicho, ¿cómo puede ser que tan poco me parezca tanto?

Justo cuando mi cuerpo decide ir por más, él me suelta el rostro y, antes de dar un paso atrás y buscar el picaporte nuevamente, murmura sobre mi boca:

—Esto no estaba en mis planes… todavía.

Y se va. Observo cómo se aleja, mientras mi mente se encarga de hacer miles de conjeturas. Tiene planes. Esos planes incluyen besos. Esto va a continuar... Va a continuar, ¡va a continuar!

Subo corriendo las escaleras y en el camino me encuentro con Sabrina, nuestro gato. Es macho, pero lo descubrimos tarde y de ahí el nombre. Estoy tan feliz que hago lo que nunca: paso mis dedos desde la nuca hasta la punta de su cola y lo escucho ronronear agradecido.

—De nada —le digo con una sonrisa.

Identificarme con lo que se siente un gato es una experiencia nueva.

Y que el hombre que me alegra la vida no pueda resistirse a mi boca, también.

No debo enamorarme de este hombre. Debería hacer una plana y repetirlo cien veces, y no lo hago por holgazana y porque sé que puede ser demasiado tarde.

¿Qué voy a hacer ahora? Nunca me gustó tanto un tío aún sin haberlo conocido en la cama. ¿Se puede llamar amor a esto, o es una calentura fuera de toda lógica y medida?

No lo sé, y a decir verdad le temo a la respuesta. ¿Cuál es mi miedo principal? Que mi mente alucine sentimientos que no existen para llegar a ese punto de confluencia que sitúe a Andrés entre mis piernas lo más pronto posible.

¿Y qué pasaría si eso sucede? Es decir, ¿qué pasa si logro arrastrarlo a la cama y al final resulta que era solo una calentura? Teóricamente, nada. Por lo menos a mí no me ocurriría nada más que la historia de siempre.

El problema aquí es que me preocupa qué pueda pensar o sentir él. Y eso es algo completamente nuevo en mí… Y hay algo más: no quiero perderlo bajo ningún concepto. Lo necesito en mi vida de cualquier manera, pero eso es algo que ya tenía claro.

Entonces lo que quiero es no arruinarlo todo, porque estoy segura de que si él se enamora y terminamos enredados, y luego no resulta… adiós Andrés. Él no se va a quedar en mi vida para darme una alegría de vez en cuando, eso seguro.

«Me excita sentir cosas por ella y saber que le pasa lo mismo…».

Eso significa una cosa: si no hay sentimientos fuertes de por medio, no hay Andrés. Así de simple.



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En el texto hay: romance, amor, maduro

Editado: 05.12.2019

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