Mi perra Rita me lamió la cara con su áspera lengua y ladró, acaricié su suave pelaje y me incorporé bostezando, olía a café y pan tostado, Sasha me había dejado el desayuno preparado como de costumbre. En mi mente el boceto del apartamento se expandía y casi podía delinear las paredes de este imaginando los muebles y decoración. Me guíe por la costumbre para arreglarme y regresé a mi habitación a por mis zapatos, era la única estancia en la que podía ver gracias a la instalación de luz ultravioleta que había colocado. Me puse la gabardina, era color avellana según Sasha y suave, de algodón lo más probable. Cerré la puerta de casa haciendo que sonara un golpe y deslicé la mano por la fría y rugosa pared de gotelé hasta el botón del ascensor, el descansillo siempre olía a pintura y polvo. Un tintineo me indicó que ya podía entrar y pulsé el relieve del primer botón empezando por abajo, un pequeño meneo advertía de que había accionado el mecanismo. Agarré la correa de Rita y salimos a la calle, noté los cálidos rayos del sol en mi rostro, el sonido inundó mis oídos de voces en múltiples tonos, motores y pitidos del tráfico e incluso pasos de tacones y deportivas, más lentos y apresurados. Rita empezó a moverse hacia delante y estiré la mano para buscar el manillar metálico de la puerta del taxi.
—¿Qué tal está hoy, inspectora Wolff? —me preguntó Benito con su particular tono suave algo carrasposo.
—Bien, ya sabes, como siempre —sonreí.
Arrancó el coche y sentí el pequeño balanceó del movimiento, le acaricié la cabeza a Rita y esta se restregó en mis vaqueros.
—¿Trabaja en algún caso particular ahora mismo? —me preguntó el conductor.
—No realmente, cerramos hace unos meses el caso de los audios holofónicos por falta de pruebas y debido a que cesaron de repente —le informé.
Chasqueó la lengua.
—Sí, recuerdo que salía en las noticias, la gente estuvo muy asustada —lamentó.
—Bueno ya sabe, histeria colectiva, sensacionalismo... —objeté con vagancia —no eran asesinatos azarosos —añadí.
—Entiendo —musitó.
El coche olía a limón dulzón y abrí la ventanilla para envolverme de los sonidos de la ciudad que siempre eran distintos pero jamás cesaban.
Rita ladró, el hombre rio, tenía una risa anciana, desgastada y dispuesta a sonar por los detalles más insignificantes de la vida.
—Su destino —informó.
Me bajé del vehículo y entramos en comisaría, olía a papel y café, escuchaba los murmullos de mis compañeros hablando y volví a visualizar en mi cabeza la estancia a pesar de que Rita me guiaba, caminaba junto a ella sabiendo en que momento exacto iba a girar.
—¡Buenos días, Blanca! —exclamó la cremosa voz de Thomas.
—Muy buenas —sonreí hacia donde provenía el sonido y descendí los diez escalones que había para llegar al sótano.
En el ala izquierda se iluminó la luz ultravioleta y me encontré la imagen de un labrador de claro pelaje unido a mí por la gruesa correa que sujetaba. En frente, una gran mesa y una silla que tenía a ambos lados estanterías con libros, archivadores y decenas de cajas con información clasificada. Puse el calefactor debido al frío cavernoso y eché de mi colonia para eludir el olor a humedad. Me senté en la silla acolchada y advertí un chico alto que recién había bajado las escaleras, era Logan.
—Tengo un sobre para ti —dijo con una leve sonrisa en sus finos labios.
—Ojalá sea una amenaza de muerte —murmuré irónica.
—Siempre tan positiva —comentó.
Nos miramos riéndonos en silencio, su rostro era anguloso con una simetría que le otorgaba perfección. Me extendió el sobre en la mesa, era grande, de papel, con una textura plasticosa, cogí un abre cartas y rasgué el pliegue. Los ojos oscuros y profundos de Logan me observaban, sentía como la intensidad de su mirada me bañaba en chocolate caliente.
—Deberías volver a tu puesto —le sugerí antes de ver el interior del sobre.
Se erguió tras mi propuesta y carraspeó.
—Tienes razón, yo, bueno, luego nos vemos.
Asentí y comprendió que esperaba a que se fuese. Tras ello, vi el contenido y sufrí un deja vu ante el aroma frutal que desprendía, hacía un año unos sobres de características similares llegaban a mi mesa todas las semanas, sin embargo, era anónimo quien los enviaba. Su contenido era simple, un chivato, el color blanco del interior brillaba dando un efecto fluor debido a la iluminación, parecía cocaína, tragué saliva, esa manera tan críptica de mandar mensajes era propia del anónimo, quien fui incapaz de desvelar hacía un año. Salí con rapidez de lo que era mi despacho y contando los pasos con una mano sobre la fría y lisa pared de hormigón me guié hasta el laboratorio, el borde metálico me indicó que estaba en el umbral de la puerta.
—Eric, soy Blanca —dije esperando obtener respuesta.
Tras un chasquido la luz ultravioleta bañó los muebles, probetas y demás artefactos que componían el laboratorio.
—Vaya vaya, ¿qué traes? —preguntó recolocándose la bata y sonriendo con picardía.
Eric era el médico forense de la comisaría y pocas personas podían negar que tenía todas las papeletas para salir en una portada de revista.
Suspiré.
—Más bien es para Carlota —le entregué una bolsa zip con el chivato de cocaína en el interior.
Eric lo miró con dureza, sus ojos claros se nublaron y marcó más el ángulo de su mandíbula al apretarla.
—Droga a primera hora de la mañana, hoy venimos fuertes —bromeó con su voz profunda cambiando el gesto a uno más despejado.
—Quiero un análisis completo tanto de la droga como del envase, huellas, su posible origen, lo que sea —ordené.
Él asintió con más seriedad y pulsó el interruptor, el cambio de luz hizo que de repente todo ante mi se desvaneciese y volviera a la oscuridad. Regresé a mi despacho meditabunda, siempre había un significado oculto pero aquello era muy críptico, advertí que había algo más, un papel doblado, la página de un calendario del mes en el que estábamos con un día rodeado, quedaban 5 días para el 27 que sería el tope para desvelar el significado del sobre. Volvía al inicio de aquella maquiavélica atracción, una pista imposible de seguir y un posible asesinato con fecha fijada, tragué saliva, ya había estado desquiciada tiempo atrás sintiendo la impotencia de que una vida dependía de si era o no capaz de revelar el misterio. Cogí la correa de Rita y subí a hablar con mi superior.