Culpa [en proceso]

Dos

Un punzante dolor avisaba de que mi vejiga no estaba dispuesta a aguantar más, quería seguir durmiendo pero me negaba a mearme encima, por lo que me levanté resistiéndome a un dolor casi físico y fui al baño a hacer mis necesidades. Subí la persiana hasta la mitad, un día nublado me escupió en la cara, volví a bajarla. Mi cuarto o más bien mi cripta era un vertedero y ahora mismo solo me interesaba encontrar mi paquete de tabaco entre la ropa y restos de comida chatarra. Me lie un cigarro que comencé a fumarme en ayunas, el sabor eliminaba el regusto rancio típico al levantarse, aunque para que la mañana no se me hiciera todavía más desagradable me preparé un vaso de leche con cacao en polvo, que era todo lo que conservaba de mi infancia. Respiré y todas las agujas se hundieron en mi pecho, tomé la taza tembloroso y le di un sorbo, al fijar la vista en el calendario la aventé contra el suelo provocando que todo su contenido salpicara junto con los pedazos de porcelana.

—¡Joder! —vociferé con la garganta solapándose de una forma dolorosa.

Tragué saliva para suavizar la sensación incandescente de mi esófago, apreté los labios y recogí el estropicio. Era su aniversario. Un año desde su muerte. Cerré los ojos, el recuerdo del día de su entierro me apuñalaba a sangre fría, Marta con la cara irritada a punto de tirarse de los pelos, la navaja se hundía en mi espalda; yo arrodillado a su lado con la borrosa imagen del ataúd hundiéndose en la tierra, el filo repasaba la herida y volvía a abrirse paso entre la carne; mis amigos destrozados consolando a sus padres sin tener fuerzas ni para reprimir las lágrimas y los gemidos de angustia retumbándome en las sienes. Me sequé la cara con el brazo y me vestí, la ceremonia en conmemoración había terminado hacía una hora o más, pero aun estando despierto en el momento habría sido incapaz de ir, lo que sí que le debía era presentarme en su tumba ese día, aunque antes prefiriera recibir una paliza que me dejara inconsciente, con suerte para siempre. Nada más salir por la puerta me puse los auriculares con el sonido estallándolos y la capucha, ya en el coche conduje hasta el cementerio, centrado en no recordar, no obstante, la nostalgia me estaba ahorcando contra el asiento. Llegué, el lugar llano, repleto de tumbas que a uno se le hacían iguales desde la lejanía, y pinos plantados en simetría, anduve directo a la tumba de Dash haciendo crugir la arenisca bajo mis pasos sin reparar en las figuras lúgubres con las que me cruzaba. Una vez frente a aquella construcción de piedra se me antojó irreal y releí la inscripción de la lápida varias veces masticando en agrio sabor de una verdad inverosímil. Inspiré hondo provocando que el filo de mil agujas de me ensartaran en el pecho..

—Cuanto tiempo amigo mío... —murmuré con un hilo de voz.

Me empezaron a arder los ojos, respiré y se me cerró el apetito para una semana, sintiendo como aquella noche mostraba su dentadura de sierra impaciente por engullirme.

—¡Papá! —aquel alegre balbuceo me sacó de la espiral.

Me giré y vi como una personita de no más de un metro correteaba hacia mí torpemente, me tragué la acidez de mi dolor y esbocé una sonrisa que hizo que la navaja que llevaba clavada girara.

—Ei Jackie Junior —me agaché abriendo los brazos para cargarle.

Me sonrío mostrando las encías y algún que otro diente que le nacía.

Tenía los ojos enormes, dos cielos celestes despejados, y su rostro era el retrato de Jack con el añadido de unas mejillas mayúsculas, aquel crío era todo lo que había quedado de él. Por el rabillo del ojo vi a Marta acercándose y ocultando su semblante con aquel flequillo despeinado que llevaba desde el instituto.

—Hola —me dijo con suavidad, derrotada por el dolor que era un pálpito sordo alojado en las profundidades de un órgano que cada día le costaba más latir.

Su mirada miel había envejecido tras verter todas las lágrimas que le tocaba escurrir a sus ojos en esta vida. 

—¿Como estás? —pregunté bajando al niño que se quedó inspeccionando los alrededores, inconsciente de lo que era este lugar.

Se encogió de hombros y sonrió con amargura.

—Todo lo bien que se puede —murmuró.

—¿Has dejado las pastillas? —endurecí el gesto.

Tragó saliva y ocultó su rostro entre las ondulaciones pintadas de dorado desde hacía ya tantos años que nadie la recordaba con el cabello castaño.

—Estoy intentándolo —me aseguró con un hilo de voz que se resquebrajaba.

Suspiré y ablandé el semblante con comprensión.

—Me vendría bien estar a solas con él... —clavó la mirada en la fotografía de Jack sobre la tumba, que parecía observarnos enigmático.

Asentí y me llevé a su hijo al exterior donde le dejé jugando en un parque mientras me echaba otro cigarro sentado en un banco de piedra. Cuidaba de Jackie Junior alternándomelo con Marta, prometí hacer de su padre y no hay un día que le vea que no recuerde mi juramento.

Tronaba esa noche y las gotas sonaban con tanta fuerza que uno hasta temía que se calaran las paredes, el viento azotaba las múltiples estructuras y el agua corría por las calles formando pequeños riachuelos a la vera de los bordillos. Hacía un mes ese día, me encontraba arrodillado en el suelo y Marta berrinchando en el sillón apurando la última copa de vino tinto que se le derramaba como gotas de sangre debido al mal pulso.

—No puede ser Héctor, es que yo sola no puedo, no puedo... —balbuceaba rasgándose las cuerdas vocales y con el juicio nublado debido a la cantidad de fármacos que había ingerido.

Tenía la cabeza gacha, el cuerpo tenso y me aguantaba la quemazón de ojos y nariz que advertían que iba a reventar en lágrimas yo también. Traté de calmarla, dejando que me estrujara la mano y ofreciéndole el calor de unos abrazos rotos. La guié como si se tratara de una muñeca de trapo endeble que apenas se sostenía hasta el dormitorio. La pena en la que se ahogaba no cesaba y parecía que cada vez ahondaba más en su ser y volvía a arrancar su berrinche con más fuerza, haciendole coro a los truenos. Le puse el pijama y me pidió que me tumbase con ella, se acurrucó en mi pecho y siguió gimoteando mientras mojaba mi camiseta de agua salada y saliva, mecida por una agonía que le desgastaba el alma. Miraba al techo acariciándole la cabeza y conteniendo hasta el aire mientras me mordía las lágrimas maldiciendo nuestra suerte y aquella noche que nos devastó a todos. Poco a poco el alcohol y las pastillas se extendían por sus venas inhibiendola del dolor y apaciguando el llanto del que solo quedaba su respiración entrecortada. Me sequé la cara esperando que no hubiera advertido que me derrumbaba pero al fijarme en su mirada, esta se encontraba vahída, tenía los ojos entrecerrados y su expresión desvanecida confirmaba que pronto caería en un sueño inducido por la medicación.




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