Mientras subía y bajaba la ventanilla del nuevo coche de mi
madre, no podía dejar de pensar en lo que me depararía el siguiente
e infernal año que tenía por delante. Aún no dejaba de preguntarme
cómo es que habíamos acabado así, yéndonos de nuestra casa, de
nuestro hogar para cruzar todo el país hasta California. Habían
pasado tres meses desde que había recibido la fatal noticia, la
misma que cambiaría mi vida por completo, la misma que me hacía
querer llorar por las noches, la misma que conseguía que suplicara
y despotricara como una niña de once años en vez de diecisiete.
¿Pero qué podía hacer? No era mayor de edad, aún faltaban
once meses, tres semanas y dos días para cumplir los dieciocho y
poder largarme a la universidad; lejos de unos padres que solo
pensaban en sí mismos, lejos de aquellos desconocidos con los que
me iba tocar vivir porque sí, de ahora en adelante iba a tener que
compartir mi vida con dos personas completamente desconocidas y
para colmo, dos tíos.
—¿Puedes dejar de hacer eso? Me estás poniendo nerviosa—
dijo mi madre, al mismo tiempo que colocaba las llaves en el
contacto y ponía en marcha el coche.
—A mi me ponen nerviosa muchas cosas que haces, y me tengo
que aguantar—le dije de malas maneras. El sonoro suspiro que vino
en respuesta se había convertido en algo tan rutinario que ni
siquiera me sorprendió.
Pero ¿Cómo podía obligarme? ¿Acaso es que no le importaban
mis sentimientos ? Claro que sí, me había respondido mi madre
mientras nos alejábamos de mi querido pueblo de Toronto en
Canadá. Todavía no me podía creer que no fuésemos a vivir solas
nunca más; era extraño. Ya habían pasado siete años desde que
mis padres se habían separado; y no de forma convencional ni agradable: había sido un divorcio de lo más traumatico, pero al fin y
al cabo lo había superado... o por lo menos seguía intentándolo; y
vivir sola con mi madre me insuflaba una tranquilidad que sería
destrozada nada más llegar a la que sería mi nueva casa.
Yo era una persona que le costaba muchísimo adaptarse a los
cambios, me aterrorizaba estar con extraños; no era tímida pero sí
muy reservada con mi vida privada y eso de tener que compartir mis
veinticuatro horas del día con dos personas que apenas conocía me
creaba una ansiedad que me hacía tener ganas de salir del coche y
vomitar.
—Aún no puedo comprender por qué no me dejas vivir en casa
—le dije intentado poder convencerla en lo que sería por lo menos la
décima vez desde que habíamos salido de casa ayer por la mañana.
—No soy una niña, sé cuidarme, además el año que viene estaré en
la universidad y al fin y al cabo estaré viviendo sola... es lo mismo—
dije intentado hacerla entrar en razón y sabiendo que yo estaba
completamente en lo cierto.
—No voy a perderme tú último año de instituto, y voy a disfrutar
de mi hija antes de que te vayas a estudiar; Noah ya te lo he dicho
mil veces, quiero que formes parte de esta nueva familia, eres mi
hija, por Dios santo, ¿enserio crees que te voy a dejar vivir en otro
país sin ningún adulto y a tanta distancia de donde yo estoy?—me
contestó sin apartar la mirada de la carretera y haciendo
aspavientos con su mano derecha.
Mi madre no comprendía lo duro que era todo eso para mí. Ella
comenzaba su nueva vida con un marido nuevo que supuestamente
la quería pero ¿y yo?
—Tú no lo entiendes, mamá, ¿no te has parado a pensar que
este también es mi último año de instituto? ¿Qué tengo allí a todas
mis amigas, mi trabajo, mi equipo...? ¡Toda mi vida, mamá!—le grité
intentando contener las lágrimas que estaban a punto de
derramarse por mis mejillas. Aquella situación estaba pudiendo
conmigo, eso estaba clarísimo. Yo nunca y repito, nunca, lloraba
delante de nadie. Llorar es para débiles, para aquellos que no saben controlar lo que sienten, o en mi caso para aquellos que han llorado
tanto a lo largo de su vida que han decidido no derramar ni una sola
lágrima más.
Aquellos pensamientos me hicieron recordar el inicio de toda
aquella locura y al igual que siempre lo hacía, mi cabeza no dejaba
de arrepentirse de no haber acompañado a mi madre a aquel
maldito crucero por las islas del Caribe. Porque había sido allí, en un
barco en medio de la nada donde había conocido al increíble y
enigmático William Leister.
Si pudiera volver atrás en el tiempo no dudaría ni un instante en
decirle que sí a mi madre cuando se presento a mediados de abril
con dos billetes para irnos de vacaciones. Había sido un regalo de
su mejor amiga Alicia, la pobre había sufrido un accidente con el
coche y se había roto la pierna derecha, un brazo y dos costillas.
Como es obvio no podía irse con su marido a la islas Fidji, y por ese
motivo se lo regaló a mi madre. Pero vamos a ver... ¿mediados de
Abril? Por aquellas fechas yo estaba con los exámenes finales y
metida de lleno en los partidos de vóley. Mi equipo había quedado
primero después de estar en segundo lugar desde que yo tenía uso
de razón, había sido una de las alegrías más grandes de mi vida;
pero ahora viendo las consecuencias de no haber asistido a aquel
viaje, devolvería el trofeo, dejaría el equipo y no me hubiese
importado suspender literatura y español, con tal de evitar que aquel
matrimonio se realizara.
¡Casarse en un barco! ¡Mi madre estaba completamente loca!
Además se casaron sin decirme absolutamente nada, me enteré en
cuanto llegó, y encima me lo dijo tan tranquila como si casarse con
un millonario en medio del océano fuera lo más normal del mundo...
Toda esta situación era de lo más surrealista, me iba de mi pequeño
apartamento en uno de los lugares más fríos de Canadá para
mudarme a una mansión en California, EEUU. Ni siquiera era mi
país, aunque mi madre había nacido en Texas y mi padre en
Colorado. Pero aún así me gustaba Canadá, yo había nacido allí,
era cuanto conocía...