NICK
Miré el reloj que había sobre la mesa de mi despacho. Eran las cuatro de la
madrugada y era incapaz de pegar ojo. Mi mente no paraba de darle vueltas a lo
que iba a pasar al cabo de pocos días. Joder… iba a tener que volver a verla.
Entorné los ojos al fijarme en la dichosa invitación de boda. No había cosa
en este mundo que odiase más ahora mismo que una estúpida ceremonia en
donde dos personas se juraban amor eterno: vaya gilipollez.
Había aceptado ser el padrino porque no era tan cabrón como para negarme,
sabiendo que Lion no tenía padre y su hermano Luca era un exconvicto que ni
siquiera sabía si lo dejarían entrar en la iglesia. Pero a medida que se acercaba el
día, me ponía de peor humor y más nervioso.
No quería verla…, incluso había hablado personalmente con Jenna, había
intentado ponerla entre la espada y la pared para que eligiera, ella o yo, pero
Lion casi me da una paliza por ponerla en esa situación.
Había pensado mil y una excusas para no tener que asistir, pero ninguna
justificaba ser tan cabrón como para dejar tirados a dos de mis mejores amigos.
Me levanté del sillón y me acerqué al inmenso ventanal que permitía
contemplar aquellas increíbles vistas de la ciudad de Nueva York. Allí de pie, en
la planta 62, me sentía tan lejos de todos… tan lejos de cualquiera, que un frío
glacial me recorrió entero. Eso era yo, un témpano, un témpano de hielo.
Aquellos diez meses habían sido una pesadilla, había bajado al infierno, lo
había hecho solo, me había quemado y había resurgido de las cenizas
convirtiéndome en alguien completamente diferente.
Se acabaron las sonrisas, se acabaron los sueños, se acabó sentir algo más
que simple deseo carnal por alguien. De pie allí, lejos del mundo, me había
convertido en mi propia cárcel, solo mía, de nadie más.
Oí los pasos de alguien a mi espalda y después unas manos me rodearon
desde atrás. Ni siquiera me sobresalté, ya no sentía, simplemente existía.
—¿Por qué no vuelves a la cama? —me preguntó la voz de aquella chica que
había conocido hacía apenas unas horas en uno de los mejores restaurantes de la
ciudad.
Mi vida ahora se reducía a una sola cosa: el trabajo. Trabajaba y trabajaba,
ganaba más y más dinero, y de vuelta a empezar.
Solo habían pasado dos meses después del aniversario de Leister Enterprises,
cuando mi abuelo Andrew decidió que ya estaba cansado de este mundo y que
quería abandonarlo. Si tengo que admitir algo es que fue ese momento, el
instante en el que recibí la llamada que me informaba de su fallecimiento,
cuando me permití derrumbarme por fin. Fue en ese instante en el que me
arrebataron a otra persona a la que amaba cuando comprendí que la vida es una
mierda: entregas tu corazón a alguien, dejas que custodien esa parte de ti para
luego descubrir que no solo no lo han cuidado como tú esperabas sino que lo han
machacado hasta hacerlo sangrar; y luego, las personas que de verdad te han
querido, la gente que desde que naciste decidió protegerte, un día deciden dejar
este mundo sin ni siquiera avisar, se van sin dejar rastro y tú te quedas solo sin
siquiera entender qué ha pasado, preguntándote por qué han tenido que
marcharse…
Eso sí, no se había ido sin dejar rastro, no: había dejado un documento muy
importante tras él, un documento que cambió mi vida y le dio un giro radical.
Mi abuelo me había dejado absolutamente todo. No solo su casa en Montana
y todas sus muchas propiedades, sino que me había dejado Leister Enterprises a
mí, en su totalidad. Ni siquiera mi padre había recibido parte de su herencia,
aunque tampoco es que le hiciera falta, él ya ejercía el liderazgo de una de las
mejores asociaciones de abogados del país, pero mi abuelo me había legado todo
su imperio, incluida Corporaciones Leister, la empresa que junto con la de mi
padre dominaba gran parte del sector financiero del país. Siempre había ansiado
formar parte del mundo de las finanzas con mi abuelo, pero nunca había querido
que todo me cayera del cielo.
Así, de repente, me había visto obligado a ocupar ese puesto que tanto había
ansiado y me había convertido oficialmente en el dueño de un imperio, y todo a
la pronta edad de veinticuatro años.
Me había volcado tanto en el trabajo, en demostrar que era capaz de superar
cualquier obstáculo, en demostrar que podía ser el mejor, que ya nadie dudaba de
mis capacidades. Había alcanzado la cima… y, sin embargo, no podía ignorar lo
hundido que me encontraba.
Me volví para observar a la chica morena que había querido entretenerme
unas cuantas horas. Era delgada, alta, tenía los ojos azules y unos pechos
perfectos, pero no era más que un cuerpo bonito. Ni siquiera recordaba su
nombre. En realidad, ya debería haberse marchado, pues le había dejado claro
que solo quería follar y que cuando terminásemos gustosamente llamaría a un
taxi para que la acompañara a su casa. No obstante, al verla allí, después de
sentirme tan hundido y cabreado por tener que enfrentarme a una situación que
me enfurecía más de lo que podía llegar a admitir, sentí la urgencia de al menos liberar parte de la tensión que mi cuerpo parecía acumular.
Sus manos subieron por mi pecho al tiempo que sus ojos buscaron los míos.
—Tengo que admitir que los rumores sobre ti no eran infundados —dijo
pegándose a mí de forma tentadora.
Le cogí las manos por las muñecas y detuve su caricia.
—No me interesa lo que puedan decir sobre mí —repliqué de forma tajante
—.
Son las cuatro de la mañana y dentro de media hora te voy a pedir un taxi, así
que es mejor que aproveches el tiempo.
A pesar de la crudeza de mis palabras, la chica esbozó una sonrisa.
—Por supuesto, señor Leister.
Apreté la mandíbula con fuerza y simplemente permití que continuara. Cerré
los ojos y me dejé llevar por el placer momentáneo y la simple satisfacción física
intentando no sentir el vacío que tenía dentro. El sexo ya no era lo que había
sido, y para mí… incluso mejor así.